jueves, 25 de octubre de 2018

Apóstrofes del tiempo, confines de la luz.

De todo lo que sucede nada es realidad en ninguna parte.
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La verdad solo puede decirse sin artificios.
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Solo permaneces en el recuerdo de tu consciencia.
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Parece que das límite
y suicidio al mundo.

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"La influencia anestésica de la costumbre", nos advierte mi admirado Marcel Proust en su prosa de arabescos y confines.
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Paradojas de lo contemporáneo: una sociedad que ruge contra su lengua y su mundo de significados y sentidos pero que no lee más allá de lo efímero y vacuo. Entre tanto, la ignorancia y la estulticia como himnos.
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Levedad y razón luminosa, perfil secreto de la invisible huella que habitamos.
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Toda memoria fecunda el devenir del tiempo.
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En el ambiente literario, en sus aledaños, en los alrededores y cercos, si no cantas el himno de la carroña, lanzas adjetivos de vanagloria, mencionas el santoral, ensalzas el común gusto e ideario, desapareces, te hacen invisible. Maravillas de buscar el centro indudable.
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Cuando se abandona el cultivo de la consciencia y del espíritu humanista por la mercadería inmediata de productos eventuales y perecederos hay riesgo de desustanciación de la identidad individual y colectiva.
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La mansedumbre y el centro respirable, en una sola luz, en haz y envés de lo que somos.
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Toda levedad soporta el tangible sueño de la muerte.
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Cuando suena la claridad y el armónico sostenido de la belleza...
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Con Leopardi, en su poesía, parecen conciliarse la música del ser con la cadencia de la lengua articulada.
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La eternidad cabe en el confín de tu consciencia.
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No somos más que apóstrofres del tiempo.
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Toda noche posee su confín de luz.