AGARRO el libro de Paul Valéry que tengo en el despacho de trabajo, en Lebrija. Es mediodía y descanso mientras espero que comencemos la jornada estival. He escogido el volumen de Valéry y de Hesse para escribir la lectura, para comenzar el ejercicio que me insufla vida y libertad en medio de tanta paradoja y socarronería de la vida.
Hoy la tarde es clara, diáfana en su cielo por el leve poniente que la sacude. Me asomo al ventanal y observo las nubes pintiparadas, la silueta del blanco sobre el fondo palpitante y nítido. Todos mis sentidos advierten la presencia salina de las marismas. Entre tanto, pienso y reescribo:
"Hay pensamientos y sermones colectivos, pero no hay una poesía colectiva", escribe Hesse en Lecturas para minutos.
Al poco de la lectura de Hesse abro el volumen de Valéry, los Cuadernos.
"La literatura no es el instrumento ni de un pensamiento completo ni de un pensamiento organizado".
Y en esto pongo mis pensamientos más templados, en la disputa actual que existe entre lo que se proyecta a la sociedad que es literatura y lo que uno opina y vive de la literatura.
Puede que este territorio de posturas enfrentadas no sea más que la característica propia de este tiempo. El individuo desustanciado, sin principios establecidos en su cultivo interior, en función de unas lecturas, una experiencia cultural, sino de las eventuales opiniones. El imperio de la doxa, podríamos afirmar, que tenemos en la escena de la sociedad actual.
Y todo es, en definitiva, afán de pureza. Por este motivo, leo lírica española de tipo popular:
"Recordad, mis ojuelos verdes
que a la mañana dormiredes"
Sea cual su naturaleza, la esencia del poema está cercana a lo que describía Valéry:
"El poema, esa vacilación prolongada entre el sonido y el sentido".
Entre uno y otro el individuo que la edifica, la hacina, la socava con la palabra y el magma de la vida.