"El conocimiento no es reconocido aquí como el objetivo supremo del hombre; el conocimiento no justifica el ser, sino que, es del ser de donde debe obtener su justificación. El hombre desea pensar con las categorías que vive y no vivir con las categorías con las que piensa: el árbol del conocimiento ya no obstruye el árbol de la vida", nos dice Lev Shestov en Atenas y Jerisalén.
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Lee uno estos párrafos con la emoción de haber encontrado un texto como los que hacía años que no hallaba: lúcido, emérito, que sacude las ideas y las saca de su poltrona. En la calle llueve, pero llueve con un sosiego extraño y controvertido. El agua parece establecer un discurso sin altavoces, sin estridencias, derramanado su cuerpo levemente sobre las figuras y los objetos.
Los árboles están en la calle a la intemperie, envirotados y frescos. Mantienen sus hechura a pesar del azote del viento y de la percusión del agua en sus ramas. Y los pájaros huyen al resguardo, al calor de un tela en una azotea, de un nido acomodado en un tejado. ¿No somos como esos pájaros quizás, no somos como esos árboles solitarios y recóndito?
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"[...]parecemos definitivamente y para siempre escindidos de las fuentes y principios de la vida". Con estas palabras principio Shestov la primera parte del libro titulada "Sobre las fuentes de las verdades metafísicas". Este capítulo tiene en el encabezamiento dos citas, una de Aristóteles y otra de Epicteto. Y sigue uno leyendo con parsimonia, ensamblando las ideas que discurren como lo hace el agua en las afueras, sobre los árboles, con los pájaros callados en sus nidos, en su origen sin inicio.
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