domingo, 14 de agosto de 2011

No recuerdo con exactitud si fue Lázaro Carreter (y otros tantos) quien escribió que la comunicación literaria, que todo el arsenal singinificativo del discurso literario, necesita de un lector para crecer como tal. Recordaba el filólogo el étimo de leer y de lector así como su relación con inteligencia. Desde hace unos días, tengo muy en cuenta el significado verdadero de estas palabras, el origen del cual proceden, porque pienso que la condición de lector ha ido degradándose hasta llegar a una banalización muy extendida. Tanto, que las universidades y las cátedras y los estamentos más elevados están repletos de lectores que no escogen, seleccionan con un criterio bien formado sobre las obras y en las obras literarias, sino que dejan que escojan por ellos según unos criterios casis siempre extraliterarios.

Escuchaba a Dámaso Alonso en un vídeo hablar de J.R.J. a pesar de sus diferencias vitales; hice lo propio con Octavio Paz y Alfonso Reyes sobre diversos asuntos y leí algunas páginas de otros lectores privilegiados de otras épocas incluida la antigüedad. Fue un circuito dedicado a la contemplación de la inteligencia lectora, valga la redundancia. Hay en ellos una entrega, una dedicación, una posición vital que los lleva al ejercicio de la lectura desde una postura objetiva que desarrolla una capacidad de selección impropia entre los lectores comunes. Fijan su atención en el concepto y en su concierto formal, ahondan en ellos hasta agotar todas sus posibilidades y después ofrecen una escritura estructurada de esa experiencia. Como unos mineros bajo tierra, con unas luces impotentes, escarban para intentar encontrar las piedras preciosas, los minerales, lo valioso de la obra, para ofrecerlo en limpio aunque el fruto sea minúsculo.

G. Steiner afirma, y lo he escrito muchas veces en este diario, que la mejor crítica literaria (y que conste que no hablo de crítica literaria) la ejecutan los propios creadores, que no habrá mejor crítico de Sófocles que Shakespeare o que no se podrá analizar mejor los romances que García Lorca. Creo, sin embargo, en una posición medianera, que no llega a alcanzar la creación, pero que puede llegar a observar las virtudes de las obras artísticas. Esa posición está reservada a un puñado de lectores sosegados, pacientes, que vuelven una y otra vez sobre lo leído, -con lentitud, con fijeza-, sobre las grandes obras literarias. No se paran ni pierden el tiempo en minucias o análisis a la ligera, sino que invierten el tiempo que les queda en seguir indagando en esas páginas extraordinarias. La lectura como elección y esa elección como manifestación de la inteligencia.

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