sábado, 20 de septiembre de 2008

TEORÍAS PARA UNA PLAZA PÚBLICA.

Cuando uno se sienta en una plaza con la intención de arrimarse a una copa de manzanilla y a unas buenas tapas, no es consciente de que en ese instante queda engullido por la mecánica expresión de los hombres, esa que lleva a la repetición eterna de los mimbres más arcaicos y al desafuero de los instintos primitivos. A no ser que la plaza esté vacía, entonces el proceso ocurre a la inversa: no deja de pensar uno en uno mismo, en sus preocupaciones, en sus ambiciones literarias, en los problemas que acechan de cerca. Quiero explicar bien este teorema de la excentricidad y de la introspección de uno mismo. Para ello considero oportuno dejar un par de ejemplos de los que puedo dar testimonio y con los que, al menos, puedo argumentar estas líneas que surgen tras un verano un tanto movido y desaforado.
En el pueblo, un pueblo costero, el mismo espacio puede convertirse en un recinto de vanidades melifluas y en una vacante para el pleno descanso. En verano, Sanlúcar transforma su plaza del Cabildo en un recinto de vanidades en que corren las tortillas de camarones de un lado a otro y en que las familias reservan los asientos con tres horas de antelación. La misión es comer donde come todo el mundo, comer lo que come todo el mundo y decir que “yo estuve allí, claro, en X”. Sentado yo en una mesa junto a M. disfrutábamos de la aparición de un poniente liviano, pero justo para refrescarnos la calorina que traíamos después de un paseo, un paseo a lo Robert Walser. A esa hora era muy poca la gente sentada en las mesas. De pronto se sentaron cuatro alemanes justo detrás de nosotros. Miraron la carta de arriba abajo. Creo que no entendían nada, además las cartas sólo están escritas en español. Con ánimo de ayudar a los alemanes, me levanté y pedí algo en la barra: unas patatas aliñadas, mero a la salsa tártara, ensalada de marisco… Quise que los alemanes lo viesen bien para que tuvieran una idea de lo que se puede comer y me di unos paseítos disimulados alrededor de su mesa. Pidieron exactamente lo mismo. Sus caras delataban la felicidad del alivio de haber elegido bien.
A partir de entonces llegó la avalancha de playeros quemados por el sol, repeinados tras la ducha y con los colmillos salientes y afilados, embadurnados en la saliva de la gula. Ahí nos fuimos. Comenzaba la función de la feria de las vanidades.
Cuando llegue el invierno y nos sentemos en la plaza tranquilos, sin ánimo de guardar una silla, entonces les contaré en qué consiste la introspección. Eso será cuando acabe el verano, es decir, la semana que viene.

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