jueves, 11 de marzo de 2010

Sin Renacimiento, la cultura arde en esta noche.

Cuando la crisis comienza a minar los estamentos culturales es cuando comienzo a temblar. Hace unas semanas, Fernando Iwasaki me comunicó que la revista Renacimiento, en la que colaboré en los dos últimos números, no volverá a editarse. La noticia ha sido recogida en El País y en ABC. No tengo más que hacerlo público y denunciar este derribo cultural.

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Aldous Huxley escribió un artículo en noviembre de 1947 titulado "Si mi biblioteca ardiera esta noche". En él señala aquellos libros que reemplazaría de inmediato. Lo primero que compraría Huxley sería toda la poesía escrita en aquella lengua que el escritor dominaba. Una vez que enumera los grandes poetas, Homero, Dante, Milton, Donne, Shakespeare o Baudelaire se centra en los novelistas. Toda vez que señala a Joyce y a Proust, se lanza a subrayar a algunos novelistas franceses como Balzac. De repente, se pregunta, ¿Y qué hacemos con Flaubert? Cuando llego a esa pregunta me quedo pintiparado y a la expectativa, ya que quiero saber si el autor coincide conmigo en que Bouvard y Pécuchet es la mejor obra del autor francés, la que ha resistido mejor al paso de los siglos. Dice Huxley: “estaría entre los primeros libros que volvería a adquirir…es verdaderamente miltoniano en su fuerza y amplitud”.
El resto de ensayos de Huxley, dedicados a la literatura, el pensamiento o la música, son excelentes. Piezas breves, pero cargadas de sabiduría y de tino en las interpretaciones. Un libro oracular, ya que, unos diez años más tarde, en su casa de Los Ángeles se quemó su biblioteca, sus papeles y escritos inéditos. Una visión que concluyó como una tragedia griega. Qué rostro adoptó Huxley cuando apareció por la ciudad americana y verificó que la literatura, en ocasiones, es un acertijo repleto de verdades es una alegoría que la ficción produce en la vida del escritor. No se puede jugar con fuego.

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Es cierto que la hostilidad conduce inevitablemente a la soledad, al retiro de toda conducta social. Pero, por la misma razón, no comprendo otra actitud que no sea la coherencia con la ética que cada cual haya elegido.
Estos días, por ejemplo, vengo pensando en esas personas que necesitan vociferar sus logros (sus miserias al fin y al cabo, como las de todos), que necesitan hablar en alto delante de los demás, que necesitan decir sus opiniones para que prevalezcan sobre los que, cada vez, somos más silenciosos; que han perdido el sentido común, el sentido que nos hace conocedores de los posibles comportamientos de los otros aun sin confirmarlo. Ese tipo de individuo que prolifera al calor de los poderes mediocres y que aspiran, algún día, a ejercer ellos mismos de tiranuelos sabiondos, de basilios empequeñecidos por su conducta, pero engrandecidos por sus afectos.
Con este tipo de compañeros, me siento incómodo, cada vez más. Hoy he llegado a la cólera contenida. Y no tengo más remedio que aislarme, y no tengo más remedio que declarar en esta intimidad que el espectáculo de las vanidades es un acontecimiento que aborrezco, que detesto, que humilla la condición del hombre, porque la vende por simple, la entrega al canto raquítico de la recompensa vacua.
Triste cantar el de estos individuos. Triste. Creo que sus vidas no están ancladas en ningún hábito personal, que sus pensamientos como individuos han quedado vituperados. Sus conciencias, víctimas de la estrangulación social del premio al que baile al son de un violín sin cuerdas.
Aquí sigo, atado al mástil, dejando a un lado los cantos de sirena. Qué plenitud, sin embargo, en esta oscuridad luminosa de la soledad sonora.

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