Días muy parecidos, demasiado semejantes, a los que relata Julio Ramón Ribeyro en La tentación del fracaso. El sol acaba de salir. Hace frío. Sostengo el IChing sin remedio.
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Salí aturdido de la escuela en la mañana, porque nada de lo que sucedió terminó de ocurrirme. Ajeno, absorto, desvaído. Esta secuencia de la vida se me antoja fragmentada, nunca antes había sufrido tal desintegración. Nada de lo que acontece me preocupa más allá de la necesidad práctica. Apatía en sentido griego. Parece la vida desasistida por lo vivo. Solo busco respuestas complejas ante lo que me habita por de dentro como humano. Tampoco entiendo estas ganas incontenibles de llorar. Leo el Evangelio absorto, tanteándome como el discurso de la montaña.
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Dice Ribeyro: “El inconveniente de una moral estoica, a la cual me siento muy inclinado, es que nos condena a una irremisible pasividad frente a los acontecimientos”. Esa es la pasividad que me sobrecoge. Exacta descripción de un estado.
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Más allá de cualquier vida, más allá de cualquier circunstancia, permanece la especie que nos acredita en el mundo. A ella pertenecemos y sus límites asumimos; si somos algo, en ella está contenido; lo deseado y lo hiriente; lo que nos madura y asiste; lo que nos menosprecia con la edad. Todo excepto las directrices de lo inefable, el orden de lo inaudible, que jamás el hombre reconocerá haber lastrado y que tanto bien provoca en su escucha y contemplación.
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