martes, 11 de enero de 2011

Desde el sótano pienso en los estertores de este día que declina. Entre la grisura, entre los agrios sucedáneos de la mañana, he dicho lo que nunca pensé decir y lo que fuera olvido. La mayor parte de las palabras que pronunciamos terminan ahuecadas en el espacio del más absoluto abandono de la memoria. La mayoría ni siquiera tienen la fuerza y la presencia para nortear la vida de alguien. Por eso, sólo cabe en la vida de un hombre un puñado de palabras, una ristra de periodos sintácticos que serán fundamentales y que siempre serán lo nunca dicho. Ese ramillete de prodigios verbales, que acaso coincida con los de otro hombre, acaso con toda una obra literaria, sólo valen los días contados y, como un eco, irán desapareciendo lentamente hasta superarnos en el espacio y en el tiempo.

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Le comento a R. algunos aspectos, brevísimos, acerca de las exposiciones que visité en Madrid de Rubens y Renoir. Creo que se me notó demasiado que Rubens me parece infinitamente mejor pintor que Renoir y no lo digo tanto por las técnicas al uso, en las que más bien soy lego y patético, sino en la profundidad de sus ideas. Sólo el retrato de Séneca o la serie dedicada a Aquiles superan al pintor de los retratos de señoritas púberes.

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Con todo, me he mudado al sótano para escribir por las tardes. Esta grafomanía comienza a dejarme inquieto y me crea cierta desmesura y aislamiento social. No puedo pasar una tarde sin escribir al menos una volátil reflexión.
Abiertas las páginas del libro de Trías, del libro de Dante o el de J.R.J. para qué necesito utilizar estos vocablos hueros, para qué. Sólo quien conoce la excelencia de la literatura se atreve a reclinarse y asentir paulinamente en la transparencia de los otros.
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Ventana abierta que acredita la legada de la noche. El viento adormecido reposa sobre el cristal sus tentáculos. Un pájaro se acerca a la nueva buganvila instalada en la entrada de la casa. El limonero, antaño enfermo de cielo, esplndora sus ramas por el horizonte. Poco a poco van durmiéndose los mirlos como encantados de raíces. Cielo negro, azabache. Cientos de estrellas marcando el horizonte.

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