DIEZ años, una década, de vida y escritura. Comencé a escribir este diario hace exactamente diez años. Todo comenzó tras una charla sobre libros y literatura que principió este ejercicio que ha terminado por formar parte de mi vida. Podría decirse que desde entonces he leído todo lo que he escrito y que he escrito todo lo que he leído. Vivir, leer, escribir terminaron por confundirse en una sola acción de cuerpo y mente, en una sola figura del que hoy solo testimonia los pasos de otro que fui o que quizás imagino ser.
He mantenido el sesgo, la ética, la razón, el ideario originario de todo como un cofre secreto que solo la palabra puede resguardar. De este diario han salido sucedáneos y reconvertidos a otros géneros literarios. Poesía, sentencias, aforismos, libros independientes. Cada uno de ellos nunca escritos con el fin de crear un libro, jamás con el convencimiento de que necesitaran salir de este Trópico para adquirir carta de naturaleza de otro tipo.
Toda palabra que puede leerse en este diario surge de un mismo convencimiento que transgrede la vida y lo que entendemos como tiempo. En la consciencia existe el diáfano y solícito estremecer de finitud y esa presencia de lo finito, de que somos mortales, ha establecido un principio de acción en la palabra y la idea. Pero la idea de la muerte necesita de una danza para convivir con ella, en mi caso ha sido la palabra nutricia.
No ha sido una moda de una época ni una pericia eventual del que escribe. Este espacio ha funcionado a modo de espejo en el camino, como quería Stendhal, pero de espejo cóncavo, natural, invisible, filtrado por el cedazo de la ficción, de la literatura, de lo que Carlos Fuentes llamaba "el territorio de la Mancha". Recuerdo que, en una breve conversación con el difunto Francisco Ayala, en Santander, me preguntó si escribía. Le dije que sí, que trataba de hacerlo, pero que no estaba seguro de qué escribía, si diario o novela o diarivela. Reía el ya avejentado Ayala, pero me dijo, mirándome con sus ojos vivos y menudos, oscuros ya como la muerte, "déjelo todo y lea. Déjelo todo".
Aquellas palabras las he mantenido en la memoria tan vivas como ahora; sin duda, zarandearon por aquel entonces toda ilusión y toda entrega a escribir. Con el tiempo, me he dado cuenta de que no hablaba Francisco Ayala sino que era ya la literatura misma en aquel cuerpo recoleto y entumecido la que parecía encarnarse, pues no hace otra cosa la poesía sino que conducirte al silencio torcal y nutricio, de música en el serrallo y aritmética de valentía.
Nuestros maestros clásicos nos enseñaban que el combate (la aristeia) es el fundamento de todo. Areté (valor, virtud) y aristeia (combate individual) tienen la misma raíz y cuando eso se lleva a la vida misma se producen encuentros y desencuentros, armonías y disarmonías con las que hay que convivir. El silencio y la soledad solventan esas vicisitudes y te devuelven al lugar originario, que siempre es búsqueda y razón.
Nuestros maestros clásicos nos enseñaban que el combate (la aristeia) es el fundamento de todo. Areté (valor, virtud) y aristeia (combate individual) tienen la misma raíz y cuando eso se lleva a la vida misma se producen encuentros y desencuentros, armonías y disarmonías con las que hay que convivir. El silencio y la soledad solventan esas vicisitudes y te devuelven al lugar originario, que siempre es búsqueda y razón.