Selecciono los libros que voy a llevar conmigo a mi nuevo espacio de trabajo. Esto mismo es un ritual cada vez que me traslado de ubicación en el trabajo o en la propia casa. Necesito establecer un hábitat, un entorno de autores que funcionen a modo de corifeo griego. Imagino sus voces, sus ideas, recuerdo párrafos, pasajes, igualmente momentos en que leí el volumen. Son, estos libros, una suerte de equipaje de vida que me acompaña a cada paso para que mi huella siga estando bien enterrada en las raíces y el origen.
El primero de todos será Dante y muy cerquita vendrá Boecio. Los dos, con el tiempo, han ido mermando en mi memoria hasta trastocarla toda y revolverla como método y forma de vida. palabra luminosa, poética, de silbo único y afán verdadero. Los dos estarán rodeados por la edición con tapas naranjas con textos presocráticos.
Valle-Inclán junto a Cervantes, haz y envés de la lengua española, uso y sentido en su más alta expresión. Quevedo para cuando sienta la trascendencia de alcoba; Leopardi siempre, siempre porque además las lomas y las vides contornan el espacio visual.
Hesse, lecturas para minutos, encima de la mesa, junto a la ordinaria e insulsa mesa de trabajo. y algunos más, por añadidura, que irá tomando sitio en la balda correspondiente. Puede que algo de J.R.J. y de Proust vengan conmigo mañana.
Pasan los días y la remembranza de la vida es cada vez mayor; muy pocas cosas van resguardando la importancia de entonces. Como un imperio, como el territorio que va decayendo y fragmentándose, así la vida y sus memoria. Como decía Borges nuestro recuerdo es la última imagen de la realidad que tuvimos no el hecho en sí ni la cosa misma. Incluso esas imágenes de entonces van difuminándose, como fantasmagorías en cadena, para transformarse en devenir.
Aun en ese tránsito, en esa espera, los libros siempre percuten nuestra silueta, nuestra sombra y dictan, con el sentido oculto de lo bello y verdadero, la tonalidad adecuada de nuestra música de fauno.