TODO va entrando en un nuevo confín del tiempo. En realidad, ese confín del tiempo es uno mismo. Como un cofre o una caja de madera que uno abre pasados los años, -invocado por no se sabe qué razón peregrina-, vuelve uno a sus temas de siempre, a su sino, a su círculo de arena que nunca desaparece. Y el tiempo, el sucedáneo que entendemos como tiempo, nos va acechando hacia la nada infinita. Ese empuje de los días cada vez me atosiga más. En este suceder me preocupan E. y F. Observo sus manos frágiles y su pureza derramada a cada momento. Me cuesta, en ocasiones, contener la templanza de la emoción al verlos junto a mí. Últimamente me entiendo como una fantasmagoría que va haciéndose invisible lentamente.
Sucede lo propio con la literatura. El interés por lo que se escribe actualmente más que aburrirme me provoca recelo y ofuscación. Porque escribir no es solo publicar, se ha perdido el pudor ético en la literatura, en los que hacen el mundo editorial y literario. Dicen una cosa y hacen la contraria.
En este sentido, ando interesado como ciudadano por el recorrido que la relación de la literatura con la sociedad y, en general, con la cultura, se va sucediendo. El estado es ahora de vestigio.
Y este diario sigue su curso, sinuoso por momentos, abierto al monte por lo pronto, al monte luminoso de la paz con uno mismo. Cada episodio de la vida parece que se va macerando en una suerte de melancólica acogida que se sabe finita antes de acontecer. Y así andamos, de un lado para otro de los que rodean nuestros pasos pero con la percepción florecida de que queda menos de lo que fue.