martes, 10 de marzo de 2009

Bosquejo de letras, montaña de sombras.

Algunas sílabas parecen tener bicarbonato en sus axilas.

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i, cíclope de medio pelo. j, Polifemo barbudo. y, delta de la suma. h, caballito de troya...

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Soy un privilegiado. Estoy leyendo una obra literaria en secreto, que aún no ha sido lanzada al mundo, al resto de la sociedad. Sus letras me pertenecen; ya contemplo sus surcos en la nada. Y entonces agudizo mi sonrisa y la vuelvo a encerrar, como un despojo inútil y perverso. He visto a la criatura, he leído sus entrañas, las he sopesado en las entendederas, me han emocionado sus largos parlamentos. Y todavía me digo, ¿qué resta de ella en mi memoria? ¿Qué retal de nuestras almas acontecen ahora, en este instante en que creemos vivir?

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Ayer dejé escrito que la vida se agotaba en la vida y que entonces todo eso, que llamamos recuerdo y memoria, se convierte en un fruto maduro. Nietzsche, en Humano, demasiado humano: “Por más que el hombre se ensanche cuanto quiera por sus conocimientos y parezca tan objetivo como quiera, al fin no recogerá más que su propia biografía”.

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Para un escritor, la palabra biografía es el étimo de su alma.

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En las páginas finales del libro de Nietzsche, aparece un diálogo entre un viajero y una sombra. La sombra es el testigo de toda la filosfía que ha redactado el alemán en el transcurso del libro. Su único peregrino, acaso el propio pensador. La sombra se rebela a su dueño y el viajero reniega de ella hasta perderla cerca de una montaña.
Cuando Nietzsche deliraba en sus últimos días, dijo el nombre del dios Dioniosos en todas las formas posibles. Los nombre de Dionisos. Y creo ahora que esa sombra era su muerte pidiéndole auxilio. Nunca dejó de llamar al misterio, al báquico entresijo de su miseria, la sombra que nos sigue, las oscuras tragedias que nos acechan. Enviar nuestros oscuros misterios a la montaña es querer recibir, al menos, el eco de la verdad.

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Ya la luz no quiere aproximarse a los hombres.

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