viernes, 20 de marzo de 2009

Quinteto en Si menor, Op. 115, de Brahms.

La obra de Brahms es un rosario intimista, una oración desdentada del espíritu. Como Stefan Zweig y Mauricio Wiethensal, percibo que cuando estoy imbuido en una obra de cámara del autor alemán, Brahms deja caer su mano sobre mi hombro. Ese gesto lo llevo sintiendo desde hace muchos años, porque yo comencé a escuchar música con obsesión desde hace décadas. Dedicaba al clarinete todas las horas de la tarde y, en muchas ocasiones, detenía los ensayos y conectaba el equipo de sonido de mi padre y escuchaba el Quinteto para clarinete en Si menor, Op. 115, del autor de marras. Pocas habilidades destacaría en mi vida, ninguna como la escucha precoz de tanta música. Mi educación sentimental estuvo pautada por la música clásica y eso es un alijo de sensaciones que le robé a la infancia y de la que me beneficio ahora que escudriño la soledad y el nihilismo, las palabras y la música, con la univocidad que los años ponen entre tus manos.
Esta tarde he vuelto a abrir el cedé de Brahms embargado por una emoción ahíta y recóndita, como un rumor oculto, de otros tiempos. El adagio de esta obra es una magnífica identificación de los míseros acordes de una tarde decrépita. Porque Brahms, como su carácter, imprimía a la música la profundidad de los contrarios, la secuencia aritmética del arco y la velocidad contenida de la recta, del staccato percutiendo en el mármol de su tumba, de la sentencia melódica y expresiva, ad libitum que un niño puede derramar por las arterias de su vida nonata.

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