miércoles, 18 de agosto de 2010

La mayor parte de nuestra vida pertenece a la ausencia, a la pérdida, a la deriva. Nos envuelve lo ausente y ello es lo que inunda a diario nuestros días. Acciones de paso, cotidianas, incrustadas en un trabajo, una inquietud o una expresión. Músicas que se repiten, -como esta de Debussy-, como si nunca hubieran sido escuchadas con detenimiento. Poemas que pertenecen a la membrana interna de nuestra inteligencia, ciudades cuyas calles orientan nuestro callejero de ausencias; amores que fueron de una época en llamaradas; amores de vida, de la vida aquilatada y de rumores internos. Palabras, amigos, pinturas, profesores y maestros. Todo arrumbado en ese espacio en que la memoria solicita su fisonomía para convertirse en carne encíclica.


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Me he reído mucho al leer algunas entradas antiguas de este diario. Las risas han sido provocadas por la fuerza de la ficción. He leído una vida ajena, la que quiero que impregne estas líneas lentamente y lo he hecho con la irónica enseñanza cervantina.
Una imagen que ofrezca una totalidad con sus contradicciones y, por supuesto, con sus imposibles enlaces con la realidad a la que algunos, ilusos, quieren agarrarme. La realidad azota a quien la quiere someter a sus juicios.
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Tocaré el violín como el señor Holmes en aquellas tardes ofuscadas y de árboles tristes. Tocaré la melodía de entonces cada vez que se ofrezcan los coros húmedos de la noche en mis ojos. Cada vez que recuerde el pentagrama, la rayada figura horizontal, la fractura de lo humano.

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