jueves, 24 de marzo de 2011

Hay una obviedad: la poesía pertenece a la lentitud, o mejor, la lentitud es una propiedad de la creación poética y del propio discurso lírico. Quiero decir, que su discurso abriga la cadencia meditada entre el vértigo y la desmemoria. Lo transitorio nunca le perteneció, por más que se empeñen los nuevos poetas, ni siquiera lo efímero, insustancial. Ella es todo, palabra y estación y devuelve a la palabra una plenitud y una osadía que la renueva por siempre y en cada lectura. No cabe en ella la improvisación, ni el manejo pertinente de sus rudimentos por la huera demostración de virtudes. Sólo es posible contemplarla, en silente pose, intentando escuchar su susurro para devolverlo a la palabra acaso como un reflejo, una imagen sobre el agua, un rastro y adiós. Es, por tanto, deseo de lo huido, rastro sonoro, huella amorfa, caracol sin mar, fósil del ser, remembranza sin éxtasis, conocimiento sin profundidad, amarga levedad en lo eterno.

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