lunes, 6 de mayo de 2013

EL DIARIO, como hoja volandera, otorga a las palabra su verdadera relevancia. A las palabras que acometen el sufragio de lo vivido en una jornada. Qué día o qué horas han sido restauradas en la memoria es la materia de la prosa que impulsa, con el ritmo de un tic tac melancólico, qué hemos sido siendo. Esto mismo, me digo en alto, esto mismo que sucede casi sn advertirlo.

La escritura del diario solo permite la constancia y la incisiva presencia del mortal que delata su preocupación en cada sílaba. Ígneas deberían ser esas palabras para que, pasados los días, los meses, los años, los lustros, las décadas...permitan que el lector advierta la claridad y la pureza con que fueron concebidas.

De un tiempo a este parte, la Literatura delata la falta de lectores entre los escritores. Los escritores actuales leen poco y además leen sin tino. decía Emerson que había que ser inventor para leer como es debido, esto es, hay que crear como respuesta crítica, pues ningún otro acto permite la crítica verdadera. Decía que la falta de lectores provoca, además, que la tradición no sea revivida. 
La mayoría de cenáculos y de grupúsculos literarios dicen haber leído a Bécquer, por ejemplo, o haber leído con profundidad a Rilke o a Eliot o al propio Garcilaso de la Vega. Ni qué decir tiene que todos han releído a Jorge Manrique y, por supuesto, a san Juan de la Cruz. Pero,¡dónde está esa literatura en la literatura de ahora? 
Qué distinta sería la literatura contemporánea si eso fuera cierto, si eso hubiera ocurrido de raíz en sus consciencias y no fueran más que palabras volanderas de diario, bagatelas infames de los egos.