Estaba tan fuera de mí que lo que más aborrecía era volver a mi propio ser. Aunque en esa aspiración, en ese deseo indeseable de volver a ser yo mismo –ser, yo, mismo- se escondía la paradoja que sostiene buena parte de la historia de la literatura. Con esa teoría me consolé por momentos y sólo quise encresparme en alguna prosa para disolver con ella estas afectaciones de lobo estepario, de caída al abismo.
H.P. Lovecraft escribió en El horror en la literatura: “la emoción más antigua y más intensa de la humanidad es el miedo, y el más antiguo y más intenso de los miedos es el miedo a lo desconocido”. Evidentemente, había fagocitado el miedo y todo él residía en mis adentros, por lo que fuera de mí era imposible que pudiera sentirme extraño, repleto de sensaciones contrarias. Plácidamente, contemplando la tarde a sabiendas de que había sido capaz de recoger dentro de mí todas las manifestaciones del horror. En cuanto terminé con Lovecraft, agarré el tomo de Carlos Castilla Del Pino, Teoría de los sentimientos, para comprobar si era posible encontrar una receta que terminara, incluso dentro de mí, con todos estos males recogidos. Tenía el libro con bastantes subrayados, escogí uno referido a Wittgenstein: “Wittgenstein dice en cierta ocasión que se puede exhibir un diente que se nos ha roto, pero no el dolor que por ello sentimos. Porque el dolor es ya privado. Para la exhibición privada no es necesario el dolor, basta con que te lo imagines. Por lo tanto, es una ilusión”. Pensaba, hasta entonces, que mi dolor era privado y no fui más incauto en la vida. No exhibía el diente roto, ni mucho menos, sólo quería mantenerme al margen de ese diente roto, hacer como que nunca he tenido el diente roto. Pero para la exhibición privada, para lo que el filósofo llamaba privada, sólo es necesario la imaginación y, a la postre, la ilusión.
La literatura es una cuestión privada de dolor. Se exhibe, se ilusiona con ella y en ella. Nada más, creemos ver el diente roto cuando la ingerimos. El problema es convertirse en literatura… si tienes un diente roto es que has leído siendo tú mismo la ilusión imaginada.
H.P. Lovecraft escribió en El horror en la literatura: “la emoción más antigua y más intensa de la humanidad es el miedo, y el más antiguo y más intenso de los miedos es el miedo a lo desconocido”. Evidentemente, había fagocitado el miedo y todo él residía en mis adentros, por lo que fuera de mí era imposible que pudiera sentirme extraño, repleto de sensaciones contrarias. Plácidamente, contemplando la tarde a sabiendas de que había sido capaz de recoger dentro de mí todas las manifestaciones del horror. En cuanto terminé con Lovecraft, agarré el tomo de Carlos Castilla Del Pino, Teoría de los sentimientos, para comprobar si era posible encontrar una receta que terminara, incluso dentro de mí, con todos estos males recogidos. Tenía el libro con bastantes subrayados, escogí uno referido a Wittgenstein: “Wittgenstein dice en cierta ocasión que se puede exhibir un diente que se nos ha roto, pero no el dolor que por ello sentimos. Porque el dolor es ya privado. Para la exhibición privada no es necesario el dolor, basta con que te lo imagines. Por lo tanto, es una ilusión”. Pensaba, hasta entonces, que mi dolor era privado y no fui más incauto en la vida. No exhibía el diente roto, ni mucho menos, sólo quería mantenerme al margen de ese diente roto, hacer como que nunca he tenido el diente roto. Pero para la exhibición privada, para lo que el filósofo llamaba privada, sólo es necesario la imaginación y, a la postre, la ilusión.
La literatura es una cuestión privada de dolor. Se exhibe, se ilusiona con ella y en ella. Nada más, creemos ver el diente roto cuando la ingerimos. El problema es convertirse en literatura… si tienes un diente roto es que has leído siendo tú mismo la ilusión imaginada.
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“El que está fuera de sí nada aborrece tanto como volver a su propio ser”, Thomas Mann. Desde esta perspectiva he querido leer buena parte de El miedo en occidente, de Jean Delumeau. Para mi sorpresa, el libro se inicia con una referencia literaria a mi admirado Montaigne: “Durante el siglo XVI no se entra en Augsburgo fácilmente de noche. Montaigne, que visitó la ciudad en 1580, queda maravillado ante la falsa puerta que filtra a los viajeros que llegaban tras la puesta de sol”. No dudo en recorrer los Ensayos de Montaigne en busca de una cita, una referencia perdida, que devuelva a esta anécdota su versión ensayística. Capítulo XVIII, Del Miedo: “No soy en absoluto naturalista (como se dice ahora) e ignoro por completo mediante qué resortes actúa el miedo en nosotros; mas desde luego es extraña impresión; y dicen los médicos que no hay otra que saque tanto de sus casillas a nuestro juicio”.
Montaigne entrando por una puerta falsa que sólo se abría para los ciudadanos escogidos es una metáfora del alcance de la inteligencia y del pensamiento. Sólo algunos llegan a contemplar la puerta falsa, imprevista, invisible al resto, que conduce hasta las profundidades del yo. En esa mazmorra mezquina e infinita, se esconden los secretos de nuestra individualidad, esto es, de la humanidad.
Montaigne entrando por una puerta falsa que sólo se abría para los ciudadanos escogidos es una metáfora del alcance de la inteligencia y del pensamiento. Sólo algunos llegan a contemplar la puerta falsa, imprevista, invisible al resto, que conduce hasta las profundidades del yo. En esa mazmorra mezquina e infinita, se esconden los secretos de nuestra individualidad, esto es, de la humanidad.
* Augsburgo en 1572.
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