Me impongo la abstrusa manía de escribir diariamente. Lo he decidido como una acción -vida en acción, la lucha por la vida- que en ningún momento debe sublevarse a otra actividad. Escribir todos los días, una consigna que he establecido para que alguien como yo, para esa persona que me habita, no deje de tentar la caligrafía de su vida.
Es cierto. No he dejado de escribir, pero tampoco de leer. Estos ejercicios se convierten, en ocasiones, en caminos que se bifurcan, porque cuando se está escribiendo no se considera momento de lectura. ¿ O sí?
Así es que cuando abandono un libro sobre la mesa y considero que deseo y quiero escribir algo, motivado por la voluntad y la conciencia de mi ego, caigo en una depresión inmediata que me recorre de una parte a otra. ¿Leer o escribir? Sístole y diástole de un proceso coronario.
La escritura en un diario es un discurso vacío, que se configura con los años, que se convierte en una mácula imprecisa que destiñe sobre los días la incierta sensación de continuidad. Pero hoy digo que el discurso de un diario no es más que la sucesión de fantasmas que habitan al escritor; la continua procesión de incertidumbres que tientan el abecedario de alguien que parte de la caligrafía para alcanzar la sustancia de un no sé cuál embrión literario. Escribir un diario es testimoniar los días de alguien que desconocemos.
Es cierto. No he dejado de escribir, pero tampoco de leer. Estos ejercicios se convierten, en ocasiones, en caminos que se bifurcan, porque cuando se está escribiendo no se considera momento de lectura. ¿ O sí?
Así es que cuando abandono un libro sobre la mesa y considero que deseo y quiero escribir algo, motivado por la voluntad y la conciencia de mi ego, caigo en una depresión inmediata que me recorre de una parte a otra. ¿Leer o escribir? Sístole y diástole de un proceso coronario.
La escritura en un diario es un discurso vacío, que se configura con los años, que se convierte en una mácula imprecisa que destiñe sobre los días la incierta sensación de continuidad. Pero hoy digo que el discurso de un diario no es más que la sucesión de fantasmas que habitan al escritor; la continua procesión de incertidumbres que tientan el abecedario de alguien que parte de la caligrafía para alcanzar la sustancia de un no sé cuál embrión literario. Escribir un diario es testimoniar los días de alguien que desconocemos.
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Los días de descubrimiento debo anotarlos en algún sitio. Ayer fue uno de ellos. Una tarde, en una librería que frecuento mucho, menos de lo que deseo, ciertamente, leí unas páginas de un autor desconocido para mí, pero que guardaba en su obra algún motivo, alguna estrategia, un resultado próximo a lo que busco en la literatura.
Mario Levrero (Jorge Varlotta) nació en Montevideo en 1940 y falleció en 2004. Después supe que no sólo era escritor, sino guionista, fotógrafo, librero, etcétera. Las páginas a la que me estoy refiriendo forman parte de una trilogía, Trilogía Involuntaria. Luego tuve noticias de su Novela Luminosa, obra póstuma, y de algunas narraciones más. Levrero pertenece a los llamados “raros” por el crítico Ángel Rama, aunque para mí los raros como Felisberto Hernández han formado parte de lecturas prioritarias.
Compré El discurso vacío (Caballo de Troya, 2007) y su lectura es grata y está repleta de hallazgos. Levrero cultivó una literatura en que se mezclan los géneros: el ensayo, la narrativa, el cuento o la reflexión. Abandonó su primera época de narrador puro para adentrarse en los confines kafkianos y musilianos de la literatura como vida.
Me impongo la abstrusa manía de escribir diariamente y comprendo que una obra literaria es un discurso vacío, como una caligrafía ilegible, y comprendo que la claridad viene del cielo y que escribir es la parábola de esa búsqueda. Escribe Levrero: “Cuando se llega a cierta edad uno deja de ser el protagonista de sus aciones: todo se ha transformado en puras consecuencias de acciones anteriores”.
Mario Levrero (Jorge Varlotta) nació en Montevideo en 1940 y falleció en 2004. Después supe que no sólo era escritor, sino guionista, fotógrafo, librero, etcétera. Las páginas a la que me estoy refiriendo forman parte de una trilogía, Trilogía Involuntaria. Luego tuve noticias de su Novela Luminosa, obra póstuma, y de algunas narraciones más. Levrero pertenece a los llamados “raros” por el crítico Ángel Rama, aunque para mí los raros como Felisberto Hernández han formado parte de lecturas prioritarias.
Compré El discurso vacío (Caballo de Troya, 2007) y su lectura es grata y está repleta de hallazgos. Levrero cultivó una literatura en que se mezclan los géneros: el ensayo, la narrativa, el cuento o la reflexión. Abandonó su primera época de narrador puro para adentrarse en los confines kafkianos y musilianos de la literatura como vida.
Me impongo la abstrusa manía de escribir diariamente y comprendo que una obra literaria es un discurso vacío, como una caligrafía ilegible, y comprendo que la claridad viene del cielo y que escribir es la parábola de esa búsqueda. Escribe Levrero: “Cuando se llega a cierta edad uno deja de ser el protagonista de sus aciones: todo se ha transformado en puras consecuencias de acciones anteriores”.
Una respuesta, escarbo como un animal en busca de una respuesta, porque no me hace falta llegar a cierta edad para sentir que he dejado de ser el protagonista de mis acciones. Yo es otro, un sucesor honorable, compuesto de mí mismo.
*Imagen: Mario Levrero.
Tomás, qué bien rematas siempre tus entradas. Los dos finales de hoy son absolutamente memorables. El de "escribir un diario es testimoniar los días de alguien que desconocemos" me ha dejado impresionado, pero después leo "Yo es otro, un sucesor honorable, compuesto de mí mismo" y me quito el cráneo, directamente.
ResponderEliminarUn abrazo admirado.
Gracias miles por tus comentarios, Juan Antonio. ¡Otro para tu cráneo! Salud.
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