No tengo más remedio que dedicar todos los años un artículo a esa manía anual de reunirse alrededor del jamón y de las gambas, del vino y el champán. Como sabrán los lectores de estos trópicos, odio y detesto esa obligación social que conmina a participar de una euforia colectiva que nada tiene que ver con la felicidad. El caso es que, cuando se acercan estas fechas, (y otras, como la feria, la semana santa, y todas las calendas festivas) proliferan las caras felices, las invitaciones y los encuentros entre trabajadores de la cosa pública y privada. El problema es que, ante toda esa manifestación evangélica de la feliz vida, de la celebración religiosa camuflada de laicos langostinos y pucheros ateos, salto, como una zambomba, de la irreverencia y la rebeldía.
Como una zambomba ruidosa y vieja. No soporto esta costumbre social por excluyente. Cuando uno no participa de todas estas celebraciones, cuando no hace lo que se espera que todo buen hijo de familia haga, aparecen las garras de la imposición y la hipocresía. Quiero decir que, mi respeto va por delante para todo tipo de fiestas, a pesar de que desde los celebrantes obliguen y pidan explicaciones de por qué no va uno a tal cena o cual almuerzo de empresa. Estoy, realmente, un poco cansado de tener que dar explicaciones diplomáticas de lo más ridículas si tenemos en cuenta que, en el fondo, no me apetece pasar un mal rato, tanto como ellos ansían el encuentro para desarrollar su feliz comunión de hombres sociales. Lo más molesto de todo son las increpaciones, repito, la repetitiva pregunta que bombardea tu estancia tranquila y solitaria, ¿por qué no?
Y ¿por qué sí?, me digo por de dentro, encabronado, con la mirada perdida porque mis respuestas cada vez son más peregrinas y absurdas. “No me viene bien”, “no puedo ir”, digo con la cara complaciente, aguantando la furia del acoso a la intimidad, como si en ese “puedo” no se escondiera, en realidad, un “No me da la gana aguantar tus comentarios, tus gracias sin gracia, tus miserables bailes, tu borrachera con aliento de hombruna perdida”. Pero uno, como ha aprendido a ser un diplomático en asuntos de evasión festiva intenta, a través del cliché evadirse. Nunca mejor me vino la frase hecha que para estos escarceos.
Tengo decidido preguntar yo este año antes de que me avasallen. Diré, ¿por qué vas al almuerzo, anda, explícamelo? Creo que sus respuestas serán todavía más absurdas y vacuas que las mías, porque mi comportamiento responde a un impulso individual madurado y pensado, que deviene de una actitud ante los hábitos sociales como otra cualquiera. Así que estoy esperando ya la respuesta de todos aquellos que van sin remiendos ni asperezas a los almuerzos, cenas y comilonas varias. Sería triste escuchar aquel “es lo que toca” o “¿qué vamos a hacer?” o “tendremos que ir”. Aquí espero, sentado en mi festín de palabras usadas, con los brazos en cruz como un buda navideño, esperando al primero que se presente con la pregunta de turno.
Como una zambomba ruidosa y vieja. No soporto esta costumbre social por excluyente. Cuando uno no participa de todas estas celebraciones, cuando no hace lo que se espera que todo buen hijo de familia haga, aparecen las garras de la imposición y la hipocresía. Quiero decir que, mi respeto va por delante para todo tipo de fiestas, a pesar de que desde los celebrantes obliguen y pidan explicaciones de por qué no va uno a tal cena o cual almuerzo de empresa. Estoy, realmente, un poco cansado de tener que dar explicaciones diplomáticas de lo más ridículas si tenemos en cuenta que, en el fondo, no me apetece pasar un mal rato, tanto como ellos ansían el encuentro para desarrollar su feliz comunión de hombres sociales. Lo más molesto de todo son las increpaciones, repito, la repetitiva pregunta que bombardea tu estancia tranquila y solitaria, ¿por qué no?
Y ¿por qué sí?, me digo por de dentro, encabronado, con la mirada perdida porque mis respuestas cada vez son más peregrinas y absurdas. “No me viene bien”, “no puedo ir”, digo con la cara complaciente, aguantando la furia del acoso a la intimidad, como si en ese “puedo” no se escondiera, en realidad, un “No me da la gana aguantar tus comentarios, tus gracias sin gracia, tus miserables bailes, tu borrachera con aliento de hombruna perdida”. Pero uno, como ha aprendido a ser un diplomático en asuntos de evasión festiva intenta, a través del cliché evadirse. Nunca mejor me vino la frase hecha que para estos escarceos.
Tengo decidido preguntar yo este año antes de que me avasallen. Diré, ¿por qué vas al almuerzo, anda, explícamelo? Creo que sus respuestas serán todavía más absurdas y vacuas que las mías, porque mi comportamiento responde a un impulso individual madurado y pensado, que deviene de una actitud ante los hábitos sociales como otra cualquiera. Así que estoy esperando ya la respuesta de todos aquellos que van sin remiendos ni asperezas a los almuerzos, cenas y comilonas varias. Sería triste escuchar aquel “es lo que toca” o “¿qué vamos a hacer?” o “tendremos que ir”. Aquí espero, sentado en mi festín de palabras usadas, con los brazos en cruz como un buda navideño, esperando al primero que se presente con la pregunta de turno.
Y yo también las pido.
ResponderEliminarUno, que detesta como tú esas cenas y almuerzos de empresa y que nunca ha asistido a ninguna de ellas sin necesidad de falsear excusas, te desea paz, sosiego y bienestar en estos días de vacaciones y que tengas una buena salida y entrada de año, laico, religioso, absurdo, con nostalgia o sin ella, con espiritualidad o sin ella, con champán y langostinos o con gaseosa y potaje.
ResponderEliminarUn abrazo, Javier.
¡Estupenda entrada!
A mí, por contra, me gustan, pero soy tolerante y no te pediré explicaciones. Mi problema en estas fechas es el odio hacia el marisco, que no alergia como fingen algunos, que los talibanes de la gamba no admiten.
ResponderEliminarFeliz... mejor, buenos días!
Gracias a los tres por vuestros comentarios, siempre felices. Salud, siempre.
ResponderEliminar