miércoles, 30 de diciembre de 2009

Yacimiento.

Las letras yacen ahí, quietas como piedras removidas en silencio; ásperas, con la fuerza proteica de un huracán mudo, ellas son las esquinas del discurso de la luz; una lengua de carros encendidos nutre la caligrafía de esa expresión, tiradas van del juicio de los tiempos.
No son discurso, ni siquiera forman un ejercicio estético, pero son ahí a pesar de su incognoscible e inexistente significado. Para que lleguen a elevarse a concepto, han de ser leídas, en silencio, con el amanecer rozando las llagas del verbo. Con esta actuación, la letra se imbrica con el pensamiento. Sobra todo a partir de esta unión. Vivere cogitare est.
Cada lector propone una postura del alma. En esa ejecución el texto se renueva, explora las nuevas regiones, extrañas hasta entonces por todos y por todo. Son luz, acercamiento, extrañeza. Cuando la poesía es clara y sincera, mantiene su estación de lo vivido intacta. Ni el tiempo ni los arrebatos de la sociedad podrán desbrozar su figura. Ella es esbelta y pura, atemporal.
Con todo, si alguna vez estamos tentados de escribir o de leer como un ejercicio dictado por circunstancias externas a nuestra propia voluntad, hemos de analizarlas con detenimiento y cautela. A veces, en los logros efímeros va nuestra defunción creadora.
Quisiera ir amarrado como un marinero de Ulises para no caer en los cantos de sirena, para distinguir la muerte de la vida a pesar de los frutos prohibidos. Ulises está hoy en los libros y de nuestra pericia como lectores depende nuestro salto a las aguas turbias, pero embaucadoras de la actual poesía, de la de hoy, no de la Poesía. Aquí detengo mi discurso enconado, mis palabras tristes y tremebundas, las aspiraciones de esta tarde en que el sol sólo surgió para predecir la noche.

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Se queda ensimismado uno con la prosa de Casanova, sobre todo pensando en el anciano de setenta y dos años recluído en la Biblioteca del Conde de Baldstein haciendo de la memoria un juguete para la escritura y riendo a carcajadas después de citar a Horacio, Virgilio o Cicerón. Su cultura es parodia del homo ludens, del señor que se enmascara en la religiosidad extrema para convocar su vida de santo afectado por las inclemencias del mundo. ¿Qué vida no ha errado en sus deseos?

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Casi al término de Invisible, de Paul Auster, tiene uno la sensación de estar ante una parodia de las técnicas narrativas actuales. Por unos momentos, pensaba en la relación que se narra de dos hermanos torticeramente enamorados. De los matrimonios de Born, de las malversaciones morales de Walker, de las tentativas como malignas sentencias del mundo actual, de la falta de ética y compromiso individual, de todas esas cuestiones que saldrán en las reseñas oficiales del reino. Sin embargo, siempre que aparece el amigo al que están destinados los manuscritos me imagino a Auster sonriendo, como Casanova, como el propio Cervantes en manos de Benengeli.

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Lo mejor que puede pasarme al leer algunos de los textos que he escrito este año es no reconocerme en ninguno de ellos, no atisbar ninguna manía; o asimilar las manías antiguas como olvidadizos dados de una partida antigua, como esos pasadizos ciegos que se vuelkven irrealizables. Ahora que reparo en algunos escritos, no presiento mi escritura por ninguna de ellas, si es así, si alguien me dijera lo contrario, le diría que a pesar de yo mismo, sigo pensando que todo está por escribir, incluida mi vida, la que se dejó sus pasos en unas letras ya pasadas.

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