Hay palabras que se anuncian difuntas, por puras e indóciles. Palabras con las que vaticinamos lo que su pronunciamiento encenderá en los interlocutores, palabras que desprenden de uno un aroma equívoco, traicionero; vocablos que arrastran una resaca consabida. Son como un rasgueo en la guitarra: conjuntas y desconcertantes. Cuando eso va a suceder, es decir, cuando lleva un tiempo hilvanando una respuesta o una escritura que ponga en orden la indecencia o la inmoralidad de los otros, presiento que, desde ese día, ya nada volverá a ser lo mismo.
En ningún otro caso las palabras ejercen su influencia con los demás como sucede cuando alguien defiende su moralidad o su propia ética a pesar de las prebendas y las posibles ganancias que ello pudiera deparar. Sin embargo, decir a tiempo es una satisfacción a posteriori, que deviene de la coherente manera de estar en el mundo, de la consccienca a la posteridad de nuestros actos por finitos que sean.
Algo parecido sucede con la escritura. Debe uno ponderar la valía de sus escritos como si fueran hijos ajenos, como si esas palabras hubieran sido escritas por otra persona. En esos casos, nuestro juicio debe ejercer con la máxima sinceridad. La evidencia en literatura consiste en saber guardarse lo que nunca debió leer nadie públicamente. Por este motivo, en ocasiones, pienso en el sentido y en las palabras que conforman este diario, esta escritura que amontona pensamientos, lecturas y algún que otro verdeante verso.
No de otra forma la vida sucede. Un día convertimos la sagacidad de la visión en un poema; otro, después de lecturas fervorosas, queremos remedar el estilo y el talento de ese discurso que nos omnubila. En otras ocasiones, la escritura brota como el agua clara, sin impulsos detectados, ni afectos repentinos sobre la obra de tal cual. Es este último ejercicio, de escritura proteica, la que más me satisface últimamente. Esos libros, como el de Trapiello, como el Renard, como el de Márai, en que nada sucede más allá del verbo que los configura. Esos libros surgen de la palabra como dadora de realidad y de verdad. La verosimilitud es una operación de la palabra que ha sobrepasado la literatura. Y en esta búsqueda, en esa situación abisal de la letra y la ficción, hay libros que se atraviesan y que hacen que uno lea con otro entusiasmo a autores antiguos que ya no lo son tanto a partir de estos días; hacen que veamos la pintura con la equidad de otras épocas o que nosotros mismos terminemos por escribir sin pauta ni bemoles, sin la carencia arrebatada de contar una historia o cerrar los abismos de la realidad en un relato.
Abro la ventana y observo desde la nueva casa en que vivimos M. y yo desde hace unas semanas. El campo, como una figura postrada, puede verse en sus curvas y vericuetos. Aún más lejos está la sierra. Los pájaros se oyen cantar en un parque que está situado detrás de Murano, porque nuestra casa pertenece a Villas de Murano. Con el parque en silencio vespertino, con los pájaros ejercitando sus gargantas de tenores huecos y con la incitación de la sierra, -sus colmillos blanquecinos, la arruga de su piel- me resguardo del frío como una hoja caduca que espera su sentencia.
En ningún otro caso las palabras ejercen su influencia con los demás como sucede cuando alguien defiende su moralidad o su propia ética a pesar de las prebendas y las posibles ganancias que ello pudiera deparar. Sin embargo, decir a tiempo es una satisfacción a posteriori, que deviene de la coherente manera de estar en el mundo, de la consccienca a la posteridad de nuestros actos por finitos que sean.
Algo parecido sucede con la escritura. Debe uno ponderar la valía de sus escritos como si fueran hijos ajenos, como si esas palabras hubieran sido escritas por otra persona. En esos casos, nuestro juicio debe ejercer con la máxima sinceridad. La evidencia en literatura consiste en saber guardarse lo que nunca debió leer nadie públicamente. Por este motivo, en ocasiones, pienso en el sentido y en las palabras que conforman este diario, esta escritura que amontona pensamientos, lecturas y algún que otro verdeante verso.
No de otra forma la vida sucede. Un día convertimos la sagacidad de la visión en un poema; otro, después de lecturas fervorosas, queremos remedar el estilo y el talento de ese discurso que nos omnubila. En otras ocasiones, la escritura brota como el agua clara, sin impulsos detectados, ni afectos repentinos sobre la obra de tal cual. Es este último ejercicio, de escritura proteica, la que más me satisface últimamente. Esos libros, como el de Trapiello, como el Renard, como el de Márai, en que nada sucede más allá del verbo que los configura. Esos libros surgen de la palabra como dadora de realidad y de verdad. La verosimilitud es una operación de la palabra que ha sobrepasado la literatura. Y en esta búsqueda, en esa situación abisal de la letra y la ficción, hay libros que se atraviesan y que hacen que uno lea con otro entusiasmo a autores antiguos que ya no lo son tanto a partir de estos días; hacen que veamos la pintura con la equidad de otras épocas o que nosotros mismos terminemos por escribir sin pauta ni bemoles, sin la carencia arrebatada de contar una historia o cerrar los abismos de la realidad en un relato.
Abro la ventana y observo desde la nueva casa en que vivimos M. y yo desde hace unas semanas. El campo, como una figura postrada, puede verse en sus curvas y vericuetos. Aún más lejos está la sierra. Los pájaros se oyen cantar en un parque que está situado detrás de Murano, porque nuestra casa pertenece a Villas de Murano. Con el parque en silencio vespertino, con los pájaros ejercitando sus gargantas de tenores huecos y con la incitación de la sierra, -sus colmillos blanquecinos, la arruga de su piel- me resguardo del frío como una hoja caduca que espera su sentencia.
Me quedo con Trapiello.
ResponderEliminarGracias.