miércoles, 13 de enero de 2010

El gran martirio deleitable.

Con cada palabra que cincelo en este cuaderno voy alargando el martirio deleitable de la escritura. Sobran las vanidades que amenazan con extraviar la consigna del escritor, su entrega, su fidelidad a la palabra.
La escritura es un acto de conmoción proteica, es genésica vértebra de la palabra. Por ello, uno debe arrojarse sin mediaciones a sus deberes, al inevitable furor de la escritura. Hace años le preguntaron a José Antonio Marina cómo aprovechaba tanto el tiempo para leer y escribir. Marina aprovechó esta pregunta para sacar a la luz su condición de alumno aventajado y dijo que, su maestro, Gregorio Marañón, afirmaba que le era posible el estudio de la medicina, la escritura, el arte o la filosofía porque era un trapero del tiempo. Hay pocas definiciones más afortunadas que esta. Y desde que la escuché, no he dejado de intentar convertirme en uno de esos traperos, porque he comprobado que, entre la vacua aparición y las obligaciones sociales, siempre hay una grieta, un puñado de minutos que están a la espera.
Igualmente, se confirman mis sospechas: no hay momento idóneo para leer o escribir. No existe el preparativo para poder escribir. No debe exigir uno nada más que lo que resten de los días. En esos restos, debe volcarse el trabajo como un derrumbe apocalíptico, pero de amanecidas virtudes. De no ser así, la lectura y la escritura serían velados frutos sin raíces.
Es cierto que el tiempo no asegura el buen trabajo y que el talento y la genialidad están al resguardo de no se sabe qué capacidad del hombre. Incluso puede pensarse que el talento tiene sus momentos, sus años, y que puede llegar a desaparecer sin más avisos. Le ocurrió, por ejemplo, a Claudio Rodríguez y al mismo Jaime Gil de Biedma, obviamente en mi opinión.
En este sentido, las palabras que dedica J.R.J cuando Ciprinao Rivas Cherif le pregunta qué es el arte, me sugieren todo un mundo cifrado y una enseñanza clara, como claros eran los sones de su lucha: “el gran martirio deleitable”.

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Leopardi lo pregunta en el canto XXIII: Canto notturno di un pastore errante dell´asia: “¿Si la vida es trabajo, por qué la soportamos”.

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Entregarse es renunciar, igualmente. Hay un gesto de improcedente negación, de inconsciente inmadurez cuando uno dedica todo su tiempo a una o dos actividades. ¿Dónde queda el mundo con todos sus sones? Nuestra inquietud es el estado de la ingravidez. No sé, con Leopardi, si se equivoca el pensamiento al ver la suerte ajena y piensa éste, a su vez, que los astros, el viento, la luz, la luna inmensa, los adioses, no tienen asidero en el recuerdo, no tienen conciencia de su ser.
Si la única consciencia que nos queda está relegada a una aspiración en el mundo, no creo en la vida, no creo en sus látigos de fuego. Mas no por ello dejaré de avivar el espíritu y de acercarlo a cuantas manifestaciones lo atraviesen, sean estas del orden que sea. Ninguna certeza ha sido pronunciada al completo, porque las palabras se apagan cuando van transformándola en sonido. Y aparece el silencio. Y ellas las recubre. Y en el silencio toda verdad es del individuo.

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