martes, 26 de enero de 2010

Presencias constantes.

A diferencia de una novela o de una narración larga, en el diario no es necesario echar la vista atrás o releer lo que uno ha ido edificando para poder seguir escribiendo. Es más, la naturaleza propia de estos escritos son el dinamismo, el cambio de entidad, la metamorfosis infinita. No hay principio ni fin, ni autoría ni autoridad.
Esa facultad intrínseca de la confesión o del diario hace que se pueda escribir con un narrador en segunda persona, como hice ayer,escribir en verso, realizar un monólogo o dejarse llevar por la distancia de la tercera persona; olvidarse de un libro nombrado hace poco tiempo o dedicarle un texto al recuerdo más ignominioso que se nos pase por la cabeza.
Es cierto que la novela como tal ha sido capaz de asimilar todas estas variantes de la prosa y que en no pocas novelas el diario es un recurso muy utilizado. A pesar de todo, no tiene el mismo propósito el escritor de diarios que el novelista, y las diferencias son tan amplias como comunes.
En este sentido, tampoco considero que estas cualidades supongan mayor libertad a la hora de escribir. La diferencia estriba en que en el diario, a pesar de su polimórfica secuencia, va atravesándolo una serie de constantes que atraviesan todas las páginas, al igual que en las novelas, es cierto. Pero esas presencias constantes son, en el fondo, los dos o tres temas sobre los que escriben los novelistas, sobre los que pivotan las obras literarias. Ahora bien, el diario es como una fuente incesante, que acaba y termina no se sabe dónde. A diferencia de la novela, cuya emanación termina y concluye en un circuito cerrado.
Como sucede en el microrrelato de Arreola, la amada es el lugar de todas las apariciones del fanstasmogórico narrador que sentencia. Algo parecido sucede en cualquier diario. Hay una presencia, una delicuescente entidad que, al hilo de sus días, va haciendo acto de presencia por el mismo territorio. Ese territorio es la escritura y, a diferencia del fantasma de Arreola, el personaje necesita dejar un mensaje, una creación, una luz especular que lo recuerde para siempre.

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Él pensaba que al escribir en un diario, a diferencia de la novela o de la narración larga, tenía la posibilidad de escribir con los narradores que le viniera en gana; unas veces, en segunda persona, otras tantas, en monólogo y las menos, en tercera persona. Incluso pudo comenzar con un monólogo (ay, vosotros, los miembros de esta lengua de orillas acumuladas…), diálogos, citas, acaso una sentencia. Volcaba sus inquietudes, hacía de la escritura algo más que un ejercicio, lo convertía en novela en marcha, work in progress.
Necesitaba escribir sus autores preferidos, los pasajes que iba subrayando, los anestesiados compases de los ensayos por los que pasaba sus retinas. Hasta que pasó la línea de sombra, de la glosa y la alusión, a la confesión ensimismada. Y así nació su diario.
Así escribió sobre mí mismo, que lo invoco y los conmuevo.

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Después de tantas referencias, alguien dijo, al leer a fray Luis estamos leyendo a Horacio; al leer a Garcilaso, hacemos lo propio con Petrarca.
Entonces comienzo a pensar en los versos de Garcilaso y logro, al menos por unos momentos, al menos cuando silabeo algunos versos, maravillarme. Escritura permeable, escritura de la imitación creativa, escritura del talento y la selección, en pleno diálogo con los mejores logros, en el mayor lugar de las apariciones.
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Estoy seguro de que si Cervantes hubiera escrito unos diarios, estaríamos hablando de la mejor obra del autor de El Quijote. Unos diarios o unas notas sueltas que hubieran recogido las reflexiones del autor como si en ellas invocara una parada y fonda, un lugar de confesiones. Muchas veces lo he imaginado, incluso las anotaciones que hubiera podido hacer en referencia al Quijote: sus personajes, refranes, técnicas narrativas, lecturas. Hubiera sido, sin duda, una de las maravillas de la literatura en crudo, pasada por el cedazo íntimo de un genio.

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