lunes, 12 de julio de 2010

Roma es el sueño mundano contenido en la piedra. No hay una ciudad más terrenal que Roma: ella es gredosa y de arcilla. Contiene la medida exacta del hombre, de sus sueños convertidos. Habrá otras bellezas en otros lugares, pero ninguna tan humana, real y mortal como la que atraviesa Roma.

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Desde pequeño he jugado al fútbol continuamente y nunca he dejado de practicarlo. Incluso un equipo ilustre, como era el Cádiz, cuando estaba en épocas más brillantes, habló con mi padre para ficharme: decían que era bravo y que jugaba con rapidez y fuerza. Lo cierto es que todos mis amigos de la niñez, todos, han sido con el tiempo futbolistas profesionales. Algunos han debutado en primera división, otros se han quedado en segunda y los más numerosos lo hacen en tercera división. Siempre he sido, de ese grupo, el que tenía que marcharse, el que fue dejando, algunas tardes, el ir a jugar porque estaba preocupado por los estudios, la lectura o la música. Aun así, intentaba, cuando podía, imitar los regates de "Mágico" González, inigualable futbolista.
Sin embargo, en verano, nos reunimos para jugar algún partido que rememore aquellos años en que soltábamos la pelota de madrugada y en que el regalo de un Tango Adidas era un sueño.
Imaginé, por unos momentos, que éramos nosotros, los niños que jugábamos cuando bajaba la marea en la playa y nos hacíamos ampollas y rozaduras, los que levantábamos la copa de campeones del mundo.
Cuando abandonaba o no asistía a algunos partidos, sobre todo cuando me fui a estudiar a Sevilla, no fue porque mis padres me obligaran. Antes al contrario, mi padre es un futbolero enfervorizado, pero siempre me ha mantenido con cautela ante los logros efímeros y circunstanciales de los futbolistas.
Esta idea fue la primera que me rondó la cabeza cuando terminó el partido de ayer, mi padre atenuando los logros futbolísticos, los elogios de moda a pesar de ser el primero en cantar el gol. Es una lección de mortalidad que nunca olvido cuando estoy frente a una alegría momentánea. Como los héroes antiguos, como Héctor batallando con Aquiles a pesar de su insuficiente valía, me veo, en ocasiones, ofreciéndome al furor momentáneo de una victoria que no irá más allá del recuerdo impávido de un hombre.

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Tramontana, esta voz se debilita, como una estatua contenida en los ojos.


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Recoge Dante una leyenda sobre Florencia que me deja pensativo: “Yo soy de la ciudad que en el Bautista/ cambió el primer patrón…”. Exactamente, se refiere a la leyenda en la que se dice que Florencia estaba bajo el patronato de Marte. Aéste se le había dedicado un templo que fue, a la postre, transformado en el Baptisterio de San Juan. Por este desagravio, Marte no cesa de enviar a la ciudad castigos y desdichas, aunque sería la ira mayor si no se hubiese recogido del fondo del río los restos de una estatua en su honor. Aunque, como aclara el editor, en realidad, esa estatua estaba dedicada a Teodorico. Cuando pasee dentro de unos días por el por el Ponte Vecchio no tendré más remedio que imaginar todas estas líneas y releerlas. Acaso comprobaré la ficción que somos y los sueños que portamos a cada paso.

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