ACONTECE la noche y me encuentro solo, en una habitación, escribiendo. El silencio perturba el colorido taimado de la noche porque lo adentra en un confín a mis ojos. Tan solo se escuchan las teclas del ordenador al roce de mis dedos; los objetos resultan recogidos en sí mismos, en sus contornos; la aritmética de todo parece conjugarse en su más alto punto de armonía.
Aquí estoy solitariamente empedernido con la lectura y pensando en el episodio del caballo de Montaigne. la vida se entrecruza con las ideas que han vertido los libros en el lector. Para el recuerdo y la memoria las lecturas forman la misma realidad etérea que cualquiera. Lo más evidente es entonación, la más remota realidad es plena irrupción de lo real para un lector. Quizás, por esto mismo, la noche es un espacio luminoso y el silencio una polifonía susurrada. ¿Cómo vivir?, me digo entonces. Esta pregunta va repitiéndose en las últimas semanas con demasiada frecuencia. Acepto la condición del mortal pero no sé cómo. Con el tiempo, tengo la certeza de la finitud con demasiada claridad y eso me conduce a discernir entre esto y aquello con el único motivo de la preferencia y de la selección. Esa lucha entre la selección y el todo es connatural a nuestra condición y siempre estaremos en un enfrentamiento de continuo entre lo que deseamos y lo realmente podemos realizar. Montaigne en esto es un verdadero único pues ha diseñado una forma de pensamiento basado en su propia vida, estos, sus escritos devienen de su vida y de sus lecturas. El lector de sus ensayos encontrará una inmensa peregrinación de un solo individuo, en sus ensayos están todas las variantes a las que puede someterse un hombre.
Perseguir el placer, como afirmaba Ovidio, como ejecutaba el escritor francés, es la única causa que parece desplegarse en mi corto entender.