ESCRIBO en un nuevo cuaderno y con un nuevo teclado, un teclado blanco que asoma a los libros que se apilan en el sótano. Ordenados, bien dispuestos, hemos estado dándole nuevos aires a nuestros lugares de lecturas pero, sobre todo, expurgando aquí y acullá para dejar magra la biblioteca. La selección también incluye el desecho y la renuncia.
Volúmenes que llegaron a las baldas y que ahora sufren la sentencia de la selección que no se le aplicó en su debido momento. Bien apilados, reordenados en sus muebles, los libros parecen otros, mejor acicalados para su lectura, más duchos para mostrar aquello que los sustancia.
Hay un silencio de papiro en el sótano y una soledad relicaria y una nueva amplitud que lo aviva todo. Aquí escribo tras haber estado junto al mar, con E. muy risueña, con M.C. asintiendo en cada palabra de E., en cada gesto con la hermosa condescendencia de las madres.
Vuelvo a estar solo en la noche, leyendo escribiendo. Hace tiempo que el cuaderno con que anoto lo he tenido olvidado estos días; alejado igualmente del estruendo y la estridencia del estío. Vuelven a la mesa acaso presintiendo la caricia del otoño, de un otoño que ha dejado sus fauces en más de una ocasión estos días. Levanto la mirada, observo: delante de mí los libros en la biblioteca. Hermoso mirar este, me digo, hermoso y nuevo para mí. Todo quieto, repleto de un sustento suficiente, de una mesura retenida de la presunción de eternidad que con el tiempo se va alejando de todo, sobre todo de uno.