MAÑANA de lluvia. Algunos libros descansan encima de la mesa. Poesía, ¿poesía?, me digo al poco de pensar en sus poemas. No sé en qué estado estético nos encontramos en estos años, pero cada vez que hago una aproximación, me siento más alejado, más extraño ante esas propuestas. No encuentro en ellos ninguno de los elementos que edifican la poesía. No hay emoción ni entusiasmo (en el sentido griego del vocablo), tan solo palabras que hubieran encajado mejor en otra convención literaria. Textos que hubieran sido buenos artículos de opinión, comienzos de ensayos sociológico o, incluso, excelentes relatos. En otras ocasiones, los poemas desmerecen por completo cualquier tipo de escritura.
Mañana de lluvia. E. sacude su cuerpo cuando suena Vivaldi. Se enciende cuando los compases intensifican la estación invernal. Al observarla me digo que es eso mismo lo que anhelo en la lectura de un poema, ese prendimiento desconocido que atrapa al ánimo, lo inflama de mortalidad y lo hace concorde con no se sabe qué armonía. Nada más y nada meneo que esa posesión por la palabra.