ME propongo ir leyendo y seleccionando los textos del diario desde 2010 hasta la fecha. Cuando me pongo en la tarea de libar en las flores propias, todo me resulta extraño, ajeno, desmedido, ensoñado. Pareciera que el mismo diario comenzó a bifurcarse en distintos jardines. Por ellos voy deambulando con la idea de podar y podar. Casi ocho años de escritura ininterrumpida no es más que una cifra falsa y pendenciera. No hay tiempos en la palabra, en esa palabra literaria que es la rosa. No hay tiempos ni tampoco existe el hombre que las urdió con detenimiento y tesón. Tan solo una sombra liviana, proyectada en la memoria nebulosa de un individuo, de un hombre solo.
En esos jardines se observan pisadas en la tierra que ofrecen una transformación y una permanencia. Me agacho para tocarlas con las manos, pero cuando mis dedos están ya cerca de las hormas clavadas en la tierra, estas desaparecen. Quizás no existan esas pisadas más que en mi memoria, es decir, en ningún sitio, y puede que escribir no sea más que acudir al sonido de la flauta de siringa, de la rueca incesante que dialoga con esa pérdida contenida en nosotros; o quizás en esos merodeos, no hacemos más que volver a pisar por los mismos pasos de antaño, siempre los mismos, siempre diferentes.