UNA de las características que más me fascinan del Renacimiento y del Barroco es la posición sensorial, de lo aparentemente sensorial. Todo el arte de esos siglos está cargado de sinuosas exuberancias epicúreas. Nunca antes se había incorporado lo sensorial con tanta vehemencia a las artes. El cuerpo de los hombres pasó de ser medida de todas las cosas, como quería Protágoras, a suntuosas representaciones vitales del paso del mortal por este mundo. Cualquiera que contempla una pintura, una escultura o lee un libro del momento queda fijado por la fructífera contraposición que en ellos se edifica.
Así, las vanguardias quisieron recuperar ciertos aspectos de esta singularidad, pero carecían de los resortes platónicos y filosóficos para poder cuajar algo grande y significativo como sucedió en el Renacimiento y Barroco.
Vivir otras épocas se convierte en una experiencia tan viva y real como la de convivir con tus contemporáneos. Por eso, cuando alguien afirma que uno debería leer a sus contemporáneos, siempre digo que así hago. Uno se hace contemporáneo de la época que desee y que muestre alguna enseñanza para este aliento y este soplo que es vivir.