En poesía parece que se prodiga más la ocurrencia que la creación. Sí, esa es la sensación que resta después de lecturas de autores jóvenes, actuales, del momento o contemporáneos (cualquier membrete es insidioso y mortal). Dicen: "hay que leer a los contemporáneos". Y así lo hago, a pesar de que después, cuando escribo esa lectura, tan solo me salgan líneas como estas, con este pelaje de desagrado. Y no es por comparativa ni desprecio, antes al contrario, trato de indagar en los procesos de creación, en las propuestas estéticas, en el valor ético de las obras de estos autores; pero me encuentro, a cada paso, no solo falta de lecturas o de tanteos ya antiquísimos, sino de talento, de viveza, de creación, de timbre y voz únicas.
Por contra la mayoría de poemas me parecen ocurrencias, chistes, facecias, intentos de apólogos o simples farsas resumidas en un enunciado atributivo del tipo: "Tu vida es..., La sociedad es... y lo más grave, "La poesía es...".
Estas cosas las reflexiono, trato de comprenderlas y de incardinarlas como un fenómeno más de de la sociedad, pues las costumbres y conductas terminan por inocularse en la creación artística.
Sin embargo, hay una cuestión palpitante que, con más ahínco, va quedando en un vacío inmenso: la armonía. La confluencia de la música de la palabra y la música del ser.