LOS axiomas de los filósofos antiguos establecían que la Naturaleza contiene a la Naturaleza y que la Naturaleza supera a la naturaleza; es más, que la Naturaleza no se puede corregir si no es por su propia Naturaleza.
Y en este cuaderno hablamos, desde hace años, de la naturalidad de la literatura. No de lo que se dice "claro", "transparente", "fácil", "simple". No son adjetivos ajustables a la Naturaleza de la poesía, la poesía puede ser Natural tal que la propia Naturaleza, como suena el mar en la noche o como los pájaros deslizan en la mañana el dulce lamento de sus cuerpos minúsculos.
La naturalidad puede ser compleja, incluso inextricable para el lector. Así, uno persigue el punto de equilibrio entre la naturalidad y el decir humano, el punto de encuentro entre escritor y lector, la geografía en que el lector se siente creador de lo que lee y el escritor se confunde con la esencia primera de la lectura.
Ante la muerte, que es comienzo y renovación, los antiguos actuaban de dos formas: la egipcia, momificando el cuerpo para que el alma se desprendiera lentamente y la latina, que consistía en la construcción de una pira para incinerar con la intención de que esa bifurcación al alma y el cuerpo fuera rápida y sin ambages. Así los cristianos primitivos, así las sociedades antiguas. La relación entre alma y cuerpo, -recordemos a Pitágoras, iniciado en Egipto-, es una metempsícosis incesante.
Es así como entiendo el fenómeno de la vida; el cuerpo con el alma, el alma habitando el cuerpo. Así las artes, así las literatura, cuerpo y alma y viceversa. pero qué lejos el alma en la literatura de este tiempo y qué cuerpos tan obtusos, desvanecidos, con tan poca esbeltez de belleza.