LOS PASAJES en que un libro transforma la vida de un individuo son diversos, interminables. Cada lector podría escribir la historia de la lectura, su propia historia de la lectura. Ese itinerario lector termina fundiéndose con el de la propia vida, es más, entremezcla y difumina los límites entre vida y lectura.
Tal es el caso de San Agustín. Ahora que releo Confesiones me encuentro con este pasaje que no había subrayado: "Aquel libro cambió ciertamente mi percepción de las cosas y precisamente hacia ti, Señor. [...] Ansiaba la inmortalidad de la sabiduría con una increíble agitación de mi corazón".
Se refiere el santo a un libro de Cicerón, Hortensio. Un libro que no existe en la actualidad, que se perdió en la transmisión de los bienes librescos. Un libro que deseaba leer como lo había hecho este lector de privilegio, pero del que jamás podré leer una sola página.
Algunos estudiosos señalan que lo escribió Cicerón en uno de los retiros habituales en el campo, un retiro campestre en soledad. Puede, además, que esa soledad estuviera minada por la pena profunda que la muerte de su hija Tulia le había provocado en esos meses. Un libro que parece estar escrito para defender que el amor a la sabiduría (en este caso a la filosofía) proporciona una felicidad eterna y duradera.
Todos los libros, sea cual sea su autor, me parecen siempre estar persiguiendo una misma y sola causa. Hablo de los libros luminosos, claro está ¿Cuáles son? No lo sé con exactitud, pero anida en todos un deseo individual de encontrar lo que Coleridge llamaba el eco coral del universo.
Cicerón y Rilke, Virgilio y Hölderlin, Dante y Leopardi, Cervantes y Shakespeare, San juan de la Cruz y Marcel Proust, Thomas Mann y Quevedo, Pesooa y Boecio...los nombres se suceden, en cascada, en afinidades que nada tienen que ver en principio, pero esconden un iter vitae marcado por los libros, por la lectura como el acto secreto y silencioso que irrumpe en la vida para trazar un camino transparente de permanencia en tierra más allá de la tierra.