OBSERVO el oleaje, el pausado y rítmico suceder del agua ante los ojos. La marea va creciendo y eso provoca que la mar presente un nerviosismo de colibrí. Asoma su cabeza cada vez con más ímpetu. Ya roza los pies y dentro de poco tomará la holgura de los tobillos. Entonces, mis pies se clavarán en la tierra como cuando era un niño atrevido y vívido.
Como un árbol, quieto y envirotado, aguantaba hasta el desequilibrio el empuje de las olas en mis piernas. Ahora sostengo a mi hijo en brazos. Y mi hija me da la mano. Estamos los tres en una misma estación, en la misma tierra mojada de aquella infancia que solo restalla en mi memoria.
Los agarro con fuerza y trato de hacerme invisible para que solo sientan el perfil del aire en sus cuerpos menudos, para que asistan a la meditación del mar, a la música del sur.
F. se asusta a cada oleaje, pero E. ya sabe qué estamos haciendo porque lo hemos repetido en muchas ocasiones. Nuestros cuerpos están recogidos por un sol dulce y penetrante que calienta y reconforta.
Dura poco la acción, acaso unos minutos, sin embargo, siento que acabamos de recorrer, juntamente, un silbo misterioso que nos ha igualado en el origen.