domingo, 24 de enero de 2021

Releyendo a Kertész, lector en las edades del hombre.

"AUNQUE  los malos presagios se ciernen sobre el hecho de mi vida, he de saber que la cuestión no es el temor a la muerte, sino precisamente lo contrario: la distracción exietencial. He olvidado la muerte, y eso proyecta una sombra sobre la seriedad de mi existencia. Si mi vida ni fuera inaudita, no valdría la pena hablar de ella", leemos en una secuencia ponderadamenete hermosa de Kertész mientras comenzamos un día de grises oliváceos. 

En la mañana, mientras la lluvia traza en el silencio un tintineo musical, casi rítmico, releo algunas páginas de Yo, otro, de Imre Kertész (Acantilado, 2002). Tomo de nuevo el lápiz entre las manos, repaso los subrayados de antaño y realizo, quizás con más delicadeza, algún subrayado más por añadidura; sumo alguna secuencia más que antes no había advertido o que la edad de entonces no me dejaba vislumbrar como ahora. 

Este ejercicicio de enmiendas, cada vez más constante, cada vez más presente, me está conduciendo a una reflexión sobre la transformación de los lectores y la condición humana. Una suerte de "las edades del hombre" podría decirse del lector, "las edades del lector", un axioma de pensamiento sobre la evolución o transformación de los lectores como individuos pasajeros y lábiles que quizás solo existen en el momento justo de la lectura y en ese tiempo preciso. La vida de un lector, desgajado de quien es, es tan efímera como el tiempo de la lectura. 

Quedan los ecos y la experiencia de la palabra, de la palabra verdadera de la literatura que siempre es, en efecto, luminosa, transformadora, radicalmente humana. 

"Toda obra es única, su gran inspirador e inquisidor es el temor a la  muerte", escribe I. Kestész. 

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