¿Es la genialidad una pulsión nihilista?, me pregunto tras leer El malogrado, de Thomas Bernhard. Mientras tanto, lanzo una mirada al fondo de la biblioteca y prefiguro a un señor con bufanda, sentado en una silla maltrecha, de poca altura para un pianista, que interpreta Las variaciones Goldberg, de Bach, bajo el hechizo de la absoluta conversión en música. Porque la figura de Glenn Gould y la de los otros personajes de la novela, Wertheimer y el narrador, aspiran a convertirse en música, en instrumento directo sin la mediación de las teclas del piano. Es una aspiración al absoluto, comparable al silencio en la literatura, la que recorre cada resquicio de esta obra.
El narrador llega, casi treinta años después, a la casa del amigo que había estudiado con él en el Mozateum, con el maestro Horowitz. Estos dos pianistas de gran nivel interpretativo quedan eclipsados por la figura revolucionaria e inigualable de Glenn Gould. Su genialidad y obsesión por las obras de Bach conduce a los dos pianistas a una reflexión profunda acerca de la incapacidad de aprehender la perfección interpretativa frente a ese torbellino. Las respuestas son dispares. Los dos abandonan la interpretación, pero mientras el narrador acepta, con alegato epicureísta incluido, su destino de desapego a la música, su compañero, Wertheimer concluye no sólo con su carrera musical sino con su propia vida. Se suicida días después de conocer la muerte natural de Gould. Es a esa casa a donde va el narrador en busca de las últimas referencias de ese mundo de aspiraciones espirituales que la música propone y que, igualmente, hace desaparecer.
Esta trama, en manos de un narrador mediocre, quedaría en anécdota e historia sin un logro que fuera más allá de la técnica narrativa. Sin embargo, en manos de Bernhard, cualquier historia desvirtúa su naturaleza y se posiciona en esa órbita de lo puramente literario. Tanto es así que parece que el lector escucha, durante el tiempo de lectura, las variaciones Goldberg cada vez que comenzamos a leer cada una de las páginas como si fueran partituras tejidas en el envés de las sílabas. El virtuosismo de Bernhard reside en su capacidad para encarnar en verbo las desilusiones y los dramas interiores de los personajes. Músicos que se sienten fuera del pentagrama, como unas notas que no encajan en el armónico silbido de la vida.
Toda la obra de Bernhard gira en torno a esa confabulación interior que los artistas delinean en sus aspiraciones. Ese es el malogrado, el personaje que nunca ha sido capaz de insertarse en el orden primario de los días. Descubre su incapacidad de igualar la potencia creativa de Gould y eso le lleva primero al abandono de la interpretación, segundo, al suicidio: “Sólo a partir del pensamiento desarrollaba su discurso. Aborrecía a los hombres que decían lo que no habían pensado hasta el fin, es decir, aborrecía a casi toda la humanidad”, dice el narrador sobre Gould. Mientras, Wertheimer se había recluido en una casa en Tarich para leer únicamente a Schopenhauer, Kant, Spinoza. El narrador estaba escribiendo un libro titulado Sobre Glenn Gould, pero jamás logró terminarlo.
De esta forma, se produce un solapamiento narrativo entre lo que piensa el personaje (marcado con esos interminables “pensé” que aparecen al final de cada párrafo), lo que estaba escribiendo en ese ensayo y lo que recordaba al llegar a la casa del amigo suicidado. Entre tanto se deslizan reflexiones sobre la vida apegada a la aspiración artística, la infelicidad vital, el desgarro por el tiempo perdido, la pérdida de grandes mentalidades por la falta de pensamiento, etc.: “El ser humano es la infelicidad, decía una y otra vez, pensé, sólo un imbécil pretende lo contrario. Nacer es una infelicidad, decía, y, mientras vivimos, prolongamos esa infelicidad, sólo la muerte la interrumpe”.
Hay, igualmente, un acercamiento al proceso de la creación artística apegada a la locura. Una relación que se deja leer gracias al vínculo extraño y obsesivo de los músicos con sus instrumentos: “El pianista ideal es el que quiere ser piano, y la verdad es que todos los días me digo, al despertar, quiero ser el Steinway, no el ser humano que toca el Steinway, el Steinway mismo quiero ser. A veces nos acercamos a ese ideal, decía, nos acercamos mucho, cuando creemos estar ya locos, casi en la vía de la demencia, que tememos más que a nada. Odiaba la idea de estar entre Bach y Steinway solo como mediador musical”.
Entre líneas interpretamos la crítica ácida que hace el autor a la sociedad de su país, una crítica que viene desde El origen , el primer tomo de su autobiografía, y que diluye por el resto de su obra. Una crítica sobre las dos enfermedades que lo contagian desde pequeño, el nacionalsocialismo y el catolicismo.
No es de extrañar que Javier Marías tenga a Thomas Bernhard entre sus autores de culto. Creo que su admiración va más allá y que muchas de sus señas narrativas, las repeticiones, el aliento de sus desarrollos narrativos, la perfección de los párrafos, la intrusión de los pensamientos en el discurso, la dilación de los momentos en digresiones, tienen un origen claro y preciso en la obra de este autor mayor de las letras europeas. Una delicia, El malogrado, una pieza camerística dentro de un corpus, el de Bernhard, que nos conviene leer a aquellos que buscamos el deleite de la literatura en estado puro, en esencia, con todas las variaciones de la genialidad.
El narrador llega, casi treinta años después, a la casa del amigo que había estudiado con él en el Mozateum, con el maestro Horowitz. Estos dos pianistas de gran nivel interpretativo quedan eclipsados por la figura revolucionaria e inigualable de Glenn Gould. Su genialidad y obsesión por las obras de Bach conduce a los dos pianistas a una reflexión profunda acerca de la incapacidad de aprehender la perfección interpretativa frente a ese torbellino. Las respuestas son dispares. Los dos abandonan la interpretación, pero mientras el narrador acepta, con alegato epicureísta incluido, su destino de desapego a la música, su compañero, Wertheimer concluye no sólo con su carrera musical sino con su propia vida. Se suicida días después de conocer la muerte natural de Gould. Es a esa casa a donde va el narrador en busca de las últimas referencias de ese mundo de aspiraciones espirituales que la música propone y que, igualmente, hace desaparecer.
Esta trama, en manos de un narrador mediocre, quedaría en anécdota e historia sin un logro que fuera más allá de la técnica narrativa. Sin embargo, en manos de Bernhard, cualquier historia desvirtúa su naturaleza y se posiciona en esa órbita de lo puramente literario. Tanto es así que parece que el lector escucha, durante el tiempo de lectura, las variaciones Goldberg cada vez que comenzamos a leer cada una de las páginas como si fueran partituras tejidas en el envés de las sílabas. El virtuosismo de Bernhard reside en su capacidad para encarnar en verbo las desilusiones y los dramas interiores de los personajes. Músicos que se sienten fuera del pentagrama, como unas notas que no encajan en el armónico silbido de la vida.
Toda la obra de Bernhard gira en torno a esa confabulación interior que los artistas delinean en sus aspiraciones. Ese es el malogrado, el personaje que nunca ha sido capaz de insertarse en el orden primario de los días. Descubre su incapacidad de igualar la potencia creativa de Gould y eso le lleva primero al abandono de la interpretación, segundo, al suicidio: “Sólo a partir del pensamiento desarrollaba su discurso. Aborrecía a los hombres que decían lo que no habían pensado hasta el fin, es decir, aborrecía a casi toda la humanidad”, dice el narrador sobre Gould. Mientras, Wertheimer se había recluido en una casa en Tarich para leer únicamente a Schopenhauer, Kant, Spinoza. El narrador estaba escribiendo un libro titulado Sobre Glenn Gould, pero jamás logró terminarlo.
De esta forma, se produce un solapamiento narrativo entre lo que piensa el personaje (marcado con esos interminables “pensé” que aparecen al final de cada párrafo), lo que estaba escribiendo en ese ensayo y lo que recordaba al llegar a la casa del amigo suicidado. Entre tanto se deslizan reflexiones sobre la vida apegada a la aspiración artística, la infelicidad vital, el desgarro por el tiempo perdido, la pérdida de grandes mentalidades por la falta de pensamiento, etc.: “El ser humano es la infelicidad, decía una y otra vez, pensé, sólo un imbécil pretende lo contrario. Nacer es una infelicidad, decía, y, mientras vivimos, prolongamos esa infelicidad, sólo la muerte la interrumpe”.
Hay, igualmente, un acercamiento al proceso de la creación artística apegada a la locura. Una relación que se deja leer gracias al vínculo extraño y obsesivo de los músicos con sus instrumentos: “El pianista ideal es el que quiere ser piano, y la verdad es que todos los días me digo, al despertar, quiero ser el Steinway, no el ser humano que toca el Steinway, el Steinway mismo quiero ser. A veces nos acercamos a ese ideal, decía, nos acercamos mucho, cuando creemos estar ya locos, casi en la vía de la demencia, que tememos más que a nada. Odiaba la idea de estar entre Bach y Steinway solo como mediador musical”.
Entre líneas interpretamos la crítica ácida que hace el autor a la sociedad de su país, una crítica que viene desde El origen , el primer tomo de su autobiografía, y que diluye por el resto de su obra. Una crítica sobre las dos enfermedades que lo contagian desde pequeño, el nacionalsocialismo y el catolicismo.
No es de extrañar que Javier Marías tenga a Thomas Bernhard entre sus autores de culto. Creo que su admiración va más allá y que muchas de sus señas narrativas, las repeticiones, el aliento de sus desarrollos narrativos, la perfección de los párrafos, la intrusión de los pensamientos en el discurso, la dilación de los momentos en digresiones, tienen un origen claro y preciso en la obra de este autor mayor de las letras europeas. Una delicia, El malogrado, una pieza camerística dentro de un corpus, el de Bernhard, que nos conviene leer a aquellos que buscamos el deleite de la literatura en estado puro, en esencia, con todas las variaciones de la genialidad.
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