jueves, 13 de noviembre de 2014

EN el pequeño cuaderno titulado Círculo de cuatro tan solo escribo aforismos, sentencias, apotegmas, facecias. Pequeñas estampas que funcionan como antídotos, pues mezcla, como quería Don Juan Manuel, el dulzor y la medicina moral: 
Tienes, transparencia,
el color del olivo derramado
entre los montes;
y tu bóveda blanca
es parra de ese vino;
y tu glauca presencia
mis ojos tan cegados de la luz. 

Con la edición de Ilíada de Johann.Heinrich Vozz, de 1793, el papá de George comienza a leer  en voz alta el canto XXI. Es el pasaje en que Aquiles despliega su cólera, pues han matado a Patroclo, su  extensión en la tierra, su protegido, su amado. En un momento de la escena, el padre exige al hijo, ante la dudosa falta en la traducción, que comiencen a traducir directamente del griego. En ese punto  sucede el milagro en la vida de alguien, del pequeño George. Como afirma el propio Steiner: "puede que el resto no haya sido más que una apostilla a aquel momento". Es el momento iniciático, el que nos envuelve y nos sella de por vida en una suerte de conjetura hacia la verdad. Su papá invitó al niño a dejar en su memoria aquel pasaje fascinante de Aquiles en que se conjugaban el terror, la misericordia, la angustia, la grandeza de espíritu, la venganza, el amor para que no lo olvidara nunca; más aún, para que formara parte de su cosmovisión: "Para que no se despegue nunca de ti, para que siempre vaya contigo esas palabras, para que percutan en tu recuerdo cada vez y siempre", parecía decirle su padre, el banquero melancólico. 

De allí, al canto VIII de Odisea. Demódoco, sedo griego, Al estar cantando, al escucharse, el viajero rompe a llorar. Dice Steiner al respecto: "el ciego ha pasado a habitar en la eternidad insustancial de la ficción".