ERA mediodía y decidí salir al parque al que suelo ir con E. Llovía mucho, pero ese fue el motivo por el que decidí salir, sentarme en un banco y esperar a escuchar el discurso de la lluvia. Empecinada, rebotaba en mi cara el agua de la lluvia. Sin embargo, todo era un consuelo enorme, una satisfacción vivida de un encuentro con naturaleza. Quedo, con las manos abiertas y las palmas hacia arriba, miré de profundo hacia el firmamento, hacia arriba, de donde proviene la claridad siempre. De pronto noté que de mis manos brotaban dos palomas, dos palomas blancas, límpidas, que comenzaron el vuelo a pesar de la lluvia con un brío inusitado. Para entonces ya tenía los ojos cerrados y confundía el sueño y la realidad, el deseo y la vida misma, la indolencia con la mortalidad.
Susurro mientras escribo que me siento cada vez más simple, más limitado para todo. Llevado al terreno literario pudiera firmar uno que ya van quedando solo los autores y los libros que siempre han permanecido junto a mí quizás con más ahínco, con más fuerza si cabe. Leo en voz alta, de pie, tratando de danzar los pasajes que leo. Qué música la de Thomas Mann, inconmensurable. Qué estrepitud la de Rilke y qué delicia el sonido velado de Leopardi. Unidos conforman una armonía que cae aún en mi rostro y en mis manos y en el sueño de volar a los pájaros.
El número siete piensa algo que no soy. Ni siquiera sé quién soy yo, qué número, qué cifra, qué aritmética. Simple, corto de miras, demasiado antiguo para estos años, recluido del susurro de todo, empalagoso por añadidura. Mantengo una crisis muy fuerte y pertinaz que me hace llorar cada día. Lloro porque pienso que ya debo dejar de escribir, de decir, de querer descifrar lo que nunca sabré descifrar.