UNO de los casos más sorprendentes de la historia de los escritores de nuestra cultura es el de Gaius Plinius Secundus, Plinio El Viejo. Tras sus años aguerridos, de participación activa y constante en el servicio militar, se retiró a ni más ni menos que a tratar de edificar una recopilación del conocimiento universal. La obra resultante de este empeño fue Historia natural. Azarosamente, Plinio El Viejo murió precisamente observando el Vesubio en erupción.
Plinio estaba interesado, claro está, en la medida del hombre en el cosmos, en la entraña misma del misterio que nos asuela cada paso, cada día que un mortal trata de penetrar en lo que se conoce como "el silencio de Pitágoras". Ese silencio es un misterio, quizás el misterio.
Las distancias entre las cosas, entre una realidad y otra; la sostenida armonía oculta que nos posiciona por encima de nuestra consciencia; la posición exacta que adquirimos a pesar de la palabra, del deseo, de la voluntad. Una equidistancia que se aviva, se prende cuando existe una armonía, la del centro indudable, la de la pureza sensitiva y que ennegrece la visión a los ojos cuando llegan las vibraciones de resistencia, las mismas que me hacen, cada vez. recluirme y tan solo observar, perdón, contemplar con desamparo.