jueves, 5 de mayo de 2016

COMIENZA a sonar Vivaldi, el concierto para dos violines del pelirrojo de Venecia: toda la realidad comienza a ser de otra forma. Los objetos, la luz, las figuras, los sonidos del mundo, la materia íntima que nos hace y que apenas conocemos. Ser conscientes de que existe un tiempo que no es el nuestro. 
Es la música una fuerza terapéutica y transformadora, blanca estación para el itinerario de la vida. La música se conoce, como la poesía, se hace forma en creaciones concretas, pero no termina ahí, no es sola esa su existencia. 

San Agustín define este proceso con una lucidez asombrosa. Puede uno leer, en el Libro IV de Confesiones, -cuando el santo se dedica a tratar de definir lo bello y lo armonioso-, lo siguiente: "Yo apartaba mi mente palpitante de la realidad incorpórea hacia contornos, y hacia colores, y hacia abultadas dimensiones. Y porque no podía ver eso en mi espíritu, pensaba que no podía ver el espíritu". 

He aquí la gran lucha del poeta: el mundo en su mundo, la naturaleza en su naturaleza. Sí, es el problema mismo de la condición humana, la que ya marcaron Platón y Aristóteles; claro está que cuando el poeta escribe lo hace sobre la condición humana, que cuando los textos permanecen más allá de su tiempo sucede así porque logran deshacerse de su tiempo para entrar en el tiempo.  
Parece que el mundo contemporáneo no acierta a dirimir en estas cuestiones, los poetas son más de su tiempo que nunca, se vanaglorian de ello apenas con vanos argumentos, se dedican a ser de su tiempo porque se regocijan en sí mismos, son ególatras, necesitan ser elogiados continuamente. Y lo mezclan todo para decir nada, nunca hubo un discurso poético tan vacuo como el de ahora. 

Por todo esto me maravillo y fascino cuando escucho el eco de este itinerario continuo del ser, desde la antigüedad, y leo en T.S. Eliot en Four quartets: "Ser consciente es no estar en el tiempo". 


P.D. ¿Copiarás esto, lo publicarás y dirás que es tuyo?