lunes, 23 de mayo de 2016

Diálogo con un poeta y lector.

ME ESCRIBO con pocos, con muy pocos. Tan solo con aquellos que nutren. De los mismos, como mi querido Alberto Manguel, la mayoría a mano. Esas postales, escritas con letra menuda, casi serpenteando en el papel,  desde Poitou-Charentes las guardo como pequeños trofeos. 
Los epistolarios han dejado de existir y dentro de unos años será una reminiscencia de la escritura a mano inter pares
Sin embargo, hoy me ha escrito el poeta David Rey Fernández con el que, desde el principio, comencé, igualmente a aprender. Me han emocionado sus palabras, me reconducen, me recogen del desasosiego eventualmente. He aquí unas palabras inspiradas del autor como lector de privilegio. El lector como maestro: 

[...] qué puede decirse de la luz, uno se recrea en ella, la contempla, escucha sus cantos y se alumbra, así sucede con tu obra, tanto ensayística como poética, siendo la ensayística también poética, en el sentido amplio de lo poético que tan acertadamente expones. Haría falta un ensayo para abordar todo lo que tú señalas, defiendes y llevas a cabo, y aun así algo se quedaría en el aire, algo latiendo y cantando; haría falta un poema, dos poemas, tres poemas..., necesitaría recurrir a la poesía y he ahí la muestra de que tú has llegado a lo poético, has llegado a lo hondo, porque siento que tal vez sólo desde la poesía pueda abordar plenamente con el lenguaje lo poético; me vienen a la memoria ahora las palabras de Steiner a las que tú haces referencia en tu magistral, porque de otro modo no puede calificarse, introducción del "Ars vivendi": "[...] la mejor crítica literaria son las obras literarias".

Buscando la verdad profunda de las cosas, viajando hacia la luz, llegaste hasta el umbral de piedra y desde allí hablas, y con qué lucidez, con qué claridad nacida de lo esencial del hombre, con qué amor por la literatura, y con un dolor también, con "un dolor por lo bello". Desde allí hablas, en una conversación con la Literatura, con "el lugar de las apariciones del ser permanente", en una conversación con el lenguaje y con tu silencio, como Parménides con la diosa, aspirando siempre a llegar y a mostrar lo que de grande hay en nosotros e intuimos, porque si no, ¿para qué el arte?, si no es para aspirar a lo bello y abismal del hombre, a lo que canta, a aquello de lo que nacen las canciones, los ritmos, la armonía que llena de puertas el idioma.
Podría estar conversando contigo durante horas, señalándote lo acertado de esta o de aquella frase, de este o de aquel verso; señalándote la belleza, el sentido del ritmo que hay en este o en aquel poema, la sabia estructura de tu "Umbral de piedra"... y aun así sentiría que siempre me quedaría algo por decirte, y qué sentido tendría, por otra parte, el señalarte nada, pues nadie escribe algo bueno sin saber en el fondo lo que está haciendo, sin saber lo que hace y quién es. Tú dialogas con lo esencial, con lo que no está de más, con lo que merece la pena ser contado, tú te dices a ti mismo, tú hablas de lo que se yergue desde lo íntimo y misterioso, de la raíz que nos sostiene, de lo que somos más allá de lo aparente y que, sin embargo, no vemos más que a ratos, en momentos de deslumbramiento, de destello, en momentos de gajos de luz, de luz que cae sobre nosotros trizada, que nos alumbra y que en cuanto nos alumbra e intentamos aprehenderla se nos quiebra, se nos rompe, nos estalla en los ojos, en las manos, en el habla... Por eso me callo ya, y me detengo en el camino desde el que te escribo, a contemplar la tarde, aplicando así tu sabio consejo: "Si callamos ante la silente eternidad, habremos conocido lo suficiente".