miércoles, 26 de enero de 2011

Es la primera vez que escribo en el diario sin tener conciencia de ello. Ha sido una actuación mecánica, sin más miramientos. Sólo cuando he terminado de elaborar estas líneas, he concebido que, a veces, estos actos son necesarios para continuar en la tarea de escribir.
Lo mismo sucede con la vida. No cabe la contemplación del estado en todo momento, la mayoría de las veces actúa uno sin más criterio que el de lo inevitable. Ese sometimiento del hombre a la inconsciencia es un peligro mayor cuando se trata de las ideas, porque si algún día resultas atrapado y enrevesado en unas ideas sin sentido, habrás sido víctima del mal social del pensamiento. Así que cuando uno contempla, pausadamente, el estado que profesa, comienza la literatura a brotar, como la primavera y la edad, sin ser notadas, sólo concebidas.
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Hoy le decía al cura del instituto que había leído unos libros sobre la cuestión religiosa. Perplejo, quiso saber de qué se trataba. Cuando comenzamos la charla, un grupo de compañeros que pululaban por allí, dejó de hacer su tarea para poner atención al diálogo. Le hablé de Chesterton, H. Belloc y Tolstoi, sobre todo de Tolstoi, de El reino de dios está en vosotros, concretamente. De todos los autores que le comenté, sin duda Belloc fue el que prendió sus más emocionados comentarios, no así tanto Chesterton ni por supuesto Tolstoi. Sin embargo, quise desplegar una defensa de Tolstoi y del sentido primitivo y unitario de sus propuestas religiosas tan alejadas de las jerarquías eclesiásticas y de las instituciones sociales. Un hombre solo, le dije, solo aspira a ser hombre, glosando a Machado, así que un creyente deberá aspirará a ser creyente él mismo, en soledad, sin más comunidades, al menos de principio, por convicción. Después de varios minutos de encendida dialéctica (encendida por luminosa, claro está), cada uno prosiguió su vida con el alma sobrecogida y con las credenciales quizás más animosas que entonces, sin duda, con la luz sobrevenida al alma.

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Debería apartarme de la vida, retirarme de ella, de su ejercicio. Me cansa, como Neruda, ser hombre, pero sobre todo, los hombres. Cada vez menos, lo confieso, no soporto sus manías, sus intransigencias y, sobre todo, la falta de objetivación. El mundo es lo que yo soy, deberían llevar escritos un buen puñado de súbditos de su ego. El mundo es así porque lo entiendo así y no cabe otras interpretaciones ni otras explicaciones. Bla,bla,bla.
Debería jubilarme de la vida para poder seguir en ella, poder desgajarme de sus tentáculos, de sus odiosos ritos sociales y de sus vacuas manifestaciones de modernidad. Debería haber nacido pastor en otra época y dedicarme únicamente a ello; o debería haber nacido golondrina y morir de un infarto en el cielo mientras el aire inundaba mi pecho.

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Descansa una pila de libros sobre la mesa y no me siento con fuerzas para leerlos como en otras ocasiones. Algún volumen de S. Zweig, Unamuno, J.R.J., Thomas Mann, libros de poesía, Samuel Johnson y Tao te ching. Todos en silencio, en un silenco pasucal y reflexivo, que me provoca ansiedad y delite. Una mixtura ingobernable para los sentimientos y que sólo puedo remediar, una vez más, leyendo carnívoramente.

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