sábado, 8 de enero de 2011

Hay quien decide dedicar a la escritura una franja horaria estable como si la escritura fuese un trabajo que pudiera decidirse cuándo se realiza. La primera lección del diario es la disciplina en la escritura, pero a poco que uno va escribiendo, va tomando conciencia de que escribir puede convertirse en una ráfaga pasajera, momentánea, esporádica, imprevisible. En ocasiones, durante horas, intento concentrar alguna idea o amarrar alguna argumentación sin apenas conseguir más que un puñado de vocablos. En otras, por el contrario, con una sola oración o frase o apenas un párrafo ejecuto lo que considero suficiente. Así, el diario es la actividad de la suficiencia, la práctica borgeana de que siempre algo se puede contar con menos palabras de lo que se hace.
Esta creencia diarística que, repito, ha constituido una renovada postura ante lo literario, se acerca demasiado a la poesía. Y es en este punto donde se corre el riesgo de caer en la lírica vacua de algunos escritores que pretenden insuflar en sus líneas alguna evocación lírica. Esa evocación es, apenas, payasada emocional o melosa actitud sentimental.
En un diario uno debe sacarse las tripas y ponerlas encima de las sílabas. Debe contener este cuaderno las más insospechadas anotaciones, aquellas que no tienen cabida en la prosa erecta y que no tienen lugar en la poesía. Todo lo que no ocupa la poesía pertenece al círculo de lo fungible, de lo desechable. Y en esa batalla debe actuar el escritor en su rescate, en el rescate de aquellas líneas condenadas al olvido porque son solo dictados de un ego envirotado.

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Hay quien habla del compromiso en lo literario aun sin ser literario. Esa es la segunda lección y acaso la más complicada de edificar: el compromiso diario con la escritura. Jamás debe desfallecer el escritor ante la palabra. Ella es siempre tentación, suficiencia, altanera, superior, indefinible, irrevocable, justa, exacta. Es el escritor el que batalla en su búsqueda precisa y el que debe alojarla en el lugar más exacto de su sintaxis y en el lugar más preciso y bello de su semántica.
En esta disputa, no caben los prejuicios y no debe e discurso amoldarse a las circunstancias más banales y más chabacanas que nos suceden en la casa o en el trabajo. Tenemos que elevarlas a categoría y otorgarles la suerte de lo literario. Para ello, solo es posible convocar el compromiso con la palabra dada, con la palabra literaria, con la que no se confunde con el rumor de las modas ni de los conchabeos.
Como una galería selecta, como una ciudad que muestra sus ruinas perennes, como un espíritu que se altera con la música de Bach, como un océano sin desmayo, como un cielo abierto colmado de luz, se debe escribir en un diario. Lo demás es subalterna aspiración sin sentido.

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