Cuando estés leyendo estas líneas, yo estaré en París. Viajo por una cuestión de míticos encuentros y porque considero que los viajes no hacen más que ensanchar los espacios para la memoria. Esos míticos encuentros no son más que juegos de la fantasía que me ocurren con mucha frecuencia. Es bien sencillo, consiste en recordarme a mí mismo callejeando sin rumbo por la piedra lunar de la capital del Sena. Me imagino un viaje en que me encontraré con Tomás atravesando el Pont des Arts y leyendo junto a M. las primeras páginas de Rayuela, de Julio Cortázar. También me imagino a Tomás sentado plácidamente en las Place des Vosges agarrado a un mate argentino mientras corretean a su lado las catacumbas de su infancia. Igualmente, me encontraré con Tomás sentado en un cafetín de Saint-Germain-des- Près mientras sonríe junto a unos amigos al hablar de literatura, de la vida, de los deseos y de las realidades. Cómo no, iré en su busca a la Place de Saint Sulpice, justo en el llamado café Pérec. Allí me lo encontraré dialogando con Enrique Vila-Matas y con un libro de George Pérec abierto entre sus manos y subrayado hasta el exceso, mientras Vila-Matas agarra su Dietario Voluble, le arranca un puñado de páginas con mucho enfado y anota unas palabras secretas que jamás leeré en su libro. Para entonces, La vida instrucciones de uso se habrá convertido en una declaración de derechos universales para los escritores.
Por las mañanas me acercaré a la Place de Contrescarpe, en pleno Bario Latino, para asediarlo -a Tomás, digo-, mientras él cree que se encuentra con Hemingway y que escribe allí mismo, bajo los efectos de un cognac, las quinientas palabras con que el americano daba fin a su creación diaria. Ya lo veo con unas barbas de varios días, con un moleskine negro, pensativo y meditabundo, mientras vuelca su estilográfica sobre la cuadrícula de sus ensoñaciones.
Todos estos detalles los escribo desde una plaza, la Plaza del Cabildo. Para este artículo, que cierra el año, he querido traerme el ordenador portátil a este centro de las letras. He abierto el ordenador a pesar del frío, he pedido en la taberna un gorrión de manzanilla y he deslizado, tecla por tecla, las palabras que pretenden imitar una fantasía que he querido compartir con vosotros. Au revoir, me voy. París, una fiesta. Vuelvo a las filtraciones del pasado, me hago otro y convengo que los espacios para la memoria hay que recorrerlos. Allí os espero.
Por las mañanas me acercaré a la Place de Contrescarpe, en pleno Bario Latino, para asediarlo -a Tomás, digo-, mientras él cree que se encuentra con Hemingway y que escribe allí mismo, bajo los efectos de un cognac, las quinientas palabras con que el americano daba fin a su creación diaria. Ya lo veo con unas barbas de varios días, con un moleskine negro, pensativo y meditabundo, mientras vuelca su estilográfica sobre la cuadrícula de sus ensoñaciones.
Todos estos detalles los escribo desde una plaza, la Plaza del Cabildo. Para este artículo, que cierra el año, he querido traerme el ordenador portátil a este centro de las letras. He abierto el ordenador a pesar del frío, he pedido en la taberna un gorrión de manzanilla y he deslizado, tecla por tecla, las palabras que pretenden imitar una fantasía que he querido compartir con vosotros. Au revoir, me voy. París, una fiesta. Vuelvo a las filtraciones del pasado, me hago otro y convengo que los espacios para la memoria hay que recorrerlos. Allí os espero.
Genial la entrada, rozando a Borges, al otro Borges, claro...
ResponderEliminarQue lo paséis muy bien. Un abrazo.
Muchas gracias, Jaime, te devuelvo el abrazo. Salud.
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