Colijo un par de pasajes de Góngora y Quevedo y espero que las ideas cojitrancas salgan al encuentro de esta disposición. Recuerdo, en principio, Inquisiciones, de Borges: “Hay la aventura personal del hombre Quevedo: el tropel negro y desgarrado que eslabonaron con dureza sus días, el encono que hubo en sus ojos al traspasar con sus miradas el mundo…”. El hombre-Quevedo, así escrito, con una soga lanzada por la “e” hasta la “Q”; el hombre apoltronado en la cima de los versos, que hospedaba su mirada en la vulva religiosa y pacata, a un tiempo, del Imperio que contemplaba desmoronado. El mundo por de dentro, como un practicante que hacina la exudación de los hombres -ah, de la vida...- en un siempre fue jamás.
Leo los Sueños, de Quevedo: “Los sueños, Señor, dice Homero que son de Júpiter, y que él los envía…”. Le doy cierre a las páginas del libro de Quevedo y a continuación abro la edición de Góngora y el Polifemo, de Dámaso Alonso, concretamente el tercer tomo de esos tres libros rojos, de tamaño pequeño y que tanta placidez han dispuesto a mis días de estudiante y aspirante a filólogo. En ese libro, en la estrofa cincuenta y uno, lo siguiente: “Del Júpiter soy hijo,[…]”.
Góngora, un sueño unifocal, como un Polifemo; Quevedo, un Júpiter cristiano.
Leo los Sueños, de Quevedo: “Los sueños, Señor, dice Homero que son de Júpiter, y que él los envía…”. Le doy cierre a las páginas del libro de Quevedo y a continuación abro la edición de Góngora y el Polifemo, de Dámaso Alonso, concretamente el tercer tomo de esos tres libros rojos, de tamaño pequeño y que tanta placidez han dispuesto a mis días de estudiante y aspirante a filólogo. En ese libro, en la estrofa cincuenta y uno, lo siguiente: “Del Júpiter soy hijo,[…]”.
Góngora, un sueño unifocal, como un Polifemo; Quevedo, un Júpiter cristiano.
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Cada vez tengo más claro que el lector es un detective en busca de la verdad literaria. Un detective afilosofado, pertrechado con las retinas afiladas y con la sed de espacio y de infinito, como el verso de Darío. Un lector nunca prevee sus lecturas: siempre se atraviesa alguna disquisición que lo extravía y distrae, que lo conduce a otras bifurcaciones en la propia bifurcación. Algo así como un Holmes o un Dupin que llega a un piso sin ningún prejuicio, sin ninguna estrategia preconcebida a la espera de comprobar que, el cuerpo muerto que yace tendido, es el inicio de una trama que todavía está por nacer.
Evidentemente, el espacio de acción del lector es una biblioteca. En ella husmea, olfatea y vislumbra la caza mayor de un volumen que sólo puede ser catado en sus inicios.
Evidentemente, el espacio de acción del lector es una biblioteca. En ella husmea, olfatea y vislumbra la caza mayor de un volumen que sólo puede ser catado en sus inicios.
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Ayer fui a una librería como un lector de esa ralea, sin concesiones de ningún tipo a suplementos, críticos y modas varias que, en buena medida, guían las lecturas del grueso de los lectores. Aparecí de incógnito. No quise llamar la atención en ningún momento. Sólo mantenía mi entusiasmo por poder desplegar todas mis pesquisas sobre los tomos seleccionados. Apliqué mis argucias sobre un libro de cuentos - no me atreví a rescatar mi viejo monóculo-, otro de crítica literaria escrito por un novelista; revisé las ediciones de los clásicos grecolatinos –nunca se debe dar nada por sabido y archiconocido, menos en las letras, siempre la lectura es nueva-, y, finalmente, salí de la librería acompañado por el padre Brown. Sí, el mismo padre Brown agarrado de mi brazo joven. Sus cataratas y achaques óseos lo tienen destrozado, maltrecho.
El padre Brown me obligó a tomar unos vinos con G.K. Chesterton en una recoleta plaza cercana al centro de la ciudad, en plena ebullición de fiestas y celebraciones.
El padre Brown me obligó a tomar unos vinos con G.K. Chesterton en una recoleta plaza cercana al centro de la ciudad, en plena ebullición de fiestas y celebraciones.
Arrellanado en un sofá de un café, esperaba la mirada achinada y bigotuda de Chesterton. Lo acompañaba un ciego con un bastón y una corbata de color azul, tan azul como un aire bueno y primoroso. Estaban discutiendo y no me pareció oportuno interrumpir aquel diálogo de citas y referencias miles, de asesinatos y sucesos en la rue Morgue, -ah, de la rue Morgue- y lo que vino después.
Sólo recuerdo una respuesta del ciego como un sueño lanzado por Júpiter. Para entonces, el padre Brown había desaparecido. Comprendí que me estaba esperando en las páginas de Los relatos del padre Brown que llevaba en las manos. Aturdido, me presenté de inmediato y sólo pude articular dos palabras: "este libro", -como si estuviese enseñando un cuerpo sin vida, un pedazo de carne pútrida-.
El ciego me hizo leerle las primeras páginas de “El Candor del padre Brown”. Ahora sólo puedo recordarlo todo como un sueño atrofiado, como un grito descoyuntado de un Titán que clama las virtudes de la ironía, la inteligencia y los dones.
Sólo recuerdo una respuesta del ciego como un sueño lanzado por Júpiter. Para entonces, el padre Brown había desaparecido. Comprendí que me estaba esperando en las páginas de Los relatos del padre Brown que llevaba en las manos. Aturdido, me presenté de inmediato y sólo pude articular dos palabras: "este libro", -como si estuviese enseñando un cuerpo sin vida, un pedazo de carne pútrida-.
El ciego me hizo leerle las primeras páginas de “El Candor del padre Brown”. Ahora sólo puedo recordarlo todo como un sueño atrofiado, como un grito descoyuntado de un Titán que clama las virtudes de la ironía, la inteligencia y los dones.
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