Sobre la mesa una pequeña pila de libros que reposan desde hace varios días. Los agarré con la intención de elaborar una entrada para esta bitácora que se está convirtiendo en un diario alimentado de los duelos y quebrantos con los que se sustentaba el personaje cervantino. Suena extraño, verdad, atribuirle a don Quijote un padrinazgo. Por sí solo se ha convertido en un personaje cuya vida ha traspasado y borrado la de su demiurgo. Algo parecido le ocurre a Hamlet.
Dámaso Alonso, Carlos Bousoño, Ricardo Piglia… Don Quijote de la Mancha, Una historia de la lectura, de Alberto Manguel, Lector in fábula, de Umberto Eco y La invención de América, de Edmundo O´Gorman. Todos los volúmenes están abiertos por las páginas en las que tengo aquellos subrayados electrizantes y que me movieron a responderle al autor, a esas letras sobre negro.
Leo de nuevo cada uno de esos subrayados con la intuición aminorada de que hay una secuencia secreta que se forma entre todas ellas, como si el subrayado estuviese motivado por la imantación secreta y forzada de la literatura. Les sigo el rastro, las vuelvo a anotar y a reescribir, como un detective que anota la trayectoria de una marca de sangre. Las leo al revés, les cambio el sujeto, el verbo. Incluso proyecto una pequeña lupa sobre ellas, de escaso aumento, para comprobar simplemente que la calidad del papel es paupérrima.
A continuación, escribo en una libreta las frases subrayadas seguidas unas tras otras, sin concierto alguno, sólo el que impera en la búsqueda de lo desconocido. Un párrafo de Cervantes da inicio al nuevo trabajo. Con ese material orgánico comienzo a introducir mi lápiz: cambio una coma, transmutación en nueva literatura.
Compruebo que la línea de sombra que separa la escritura de la lectura es mínima. Sólo un lector, el último lector de esa obra, es capaz de transfigurarle el rostro a las huellas geniales de los autores.
Dámaso Alonso, Carlos Bousoño, Ricardo Piglia… Don Quijote de la Mancha, Una historia de la lectura, de Alberto Manguel, Lector in fábula, de Umberto Eco y La invención de América, de Edmundo O´Gorman. Todos los volúmenes están abiertos por las páginas en las que tengo aquellos subrayados electrizantes y que me movieron a responderle al autor, a esas letras sobre negro.
Leo de nuevo cada uno de esos subrayados con la intuición aminorada de que hay una secuencia secreta que se forma entre todas ellas, como si el subrayado estuviese motivado por la imantación secreta y forzada de la literatura. Les sigo el rastro, las vuelvo a anotar y a reescribir, como un detective que anota la trayectoria de una marca de sangre. Las leo al revés, les cambio el sujeto, el verbo. Incluso proyecto una pequeña lupa sobre ellas, de escaso aumento, para comprobar simplemente que la calidad del papel es paupérrima.
A continuación, escribo en una libreta las frases subrayadas seguidas unas tras otras, sin concierto alguno, sólo el que impera en la búsqueda de lo desconocido. Un párrafo de Cervantes da inicio al nuevo trabajo. Con ese material orgánico comienzo a introducir mi lápiz: cambio una coma, transmutación en nueva literatura.
Compruebo que la línea de sombra que separa la escritura de la lectura es mínima. Sólo un lector, el último lector de esa obra, es capaz de transfigurarle el rostro a las huellas geniales de los autores.
la escritura llama a la escritura
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