Esta semana escribo bajo el signo de una petición. Hay imágenes, sonidos, objetos o palabras que, por sí mismos, encierran la cifra de un mundo pasado, una evocación de un tiempo irrecuperable en que sólo opera el recuerdo, la memoria. Pero la memoria tiene inclinaciones y preferencias motivadas no sabemos por qué causa remota o inconsciente. Lo cierto es que un sonido puede despertar en uno los más inasibles deseos, las aspiraciones más infantiles, las aprensiones más satisfactorias y los más nefastos de los días.
Unas copas de manzanilla sobre la mesa, una familia enfervorizada por las virtudes del vino y unas acedías pendulares, curvilíneas, revolviendo la cola como un pequeño dragón, un uroboros, que desea estirarse hasta engullirse a sí misma. Ante este paisaje me imprecan a escribir un artículo -éste que lees- para reclamar el sonido de los barcos al entrar por el río, al acercarse a la costa manzanillera.
Al principio me muestro reticente y distraído ante la propuesta, pero los deseos del contertulio no cesan en un punto, es más, se avivan y extienden incluso hasta la representación sonora del hecho: “¡buu, buu!, el sonido de un barco, que recuerdo hace años, al entrar en un pueblo de la costa, no debería perderse..”, me dice.
Vuelvo a repetirle que en alguna ocasión he escuchado ese sonido vacilante ante las playas de este pueblo, pero cuando termina el día, las copas, el pescado, las revueltas dialécticas, esa propuesta se queda enredada en las mallas de mi propia memoria como un langostino de trasmallo que hay que desligar de las redes con las manos. Eso trato con estas palabras: establecer una relación entre ese sonido marítimo y sempiterno en los muelles con la pérdida de la memoria. Seguramente, la función de ese soniquete característico venía motivado por los intereses que creaba la llegada de un mercante o de un buque a cualquier costa. Pero en esta costa, pródiga en piraterías, los sonidos del mar son otros. Ese sonido ha dejado de pertenecerle y como un olvido hay que aceptarlo.
Y eso quiero decirle después de una semana: los sonidos del mar son otros, cada mar tiene una música, una melodía propia, un paisaje que lo acompaña como un lazarillo a su amo. Y en esa presencia actual hay que degustar las aguas como un sorbo de caldo, respirándolo por la boca hasta las fosas de nuestras vidas. * Ilustración, pintura de Turner, siglo XVIII.
Unas copas de manzanilla sobre la mesa, una familia enfervorizada por las virtudes del vino y unas acedías pendulares, curvilíneas, revolviendo la cola como un pequeño dragón, un uroboros, que desea estirarse hasta engullirse a sí misma. Ante este paisaje me imprecan a escribir un artículo -éste que lees- para reclamar el sonido de los barcos al entrar por el río, al acercarse a la costa manzanillera.
Al principio me muestro reticente y distraído ante la propuesta, pero los deseos del contertulio no cesan en un punto, es más, se avivan y extienden incluso hasta la representación sonora del hecho: “¡buu, buu!, el sonido de un barco, que recuerdo hace años, al entrar en un pueblo de la costa, no debería perderse..”, me dice.
Vuelvo a repetirle que en alguna ocasión he escuchado ese sonido vacilante ante las playas de este pueblo, pero cuando termina el día, las copas, el pescado, las revueltas dialécticas, esa propuesta se queda enredada en las mallas de mi propia memoria como un langostino de trasmallo que hay que desligar de las redes con las manos. Eso trato con estas palabras: establecer una relación entre ese sonido marítimo y sempiterno en los muelles con la pérdida de la memoria. Seguramente, la función de ese soniquete característico venía motivado por los intereses que creaba la llegada de un mercante o de un buque a cualquier costa. Pero en esta costa, pródiga en piraterías, los sonidos del mar son otros. Ese sonido ha dejado de pertenecerle y como un olvido hay que aceptarlo.
Y eso quiero decirle después de una semana: los sonidos del mar son otros, cada mar tiene una música, una melodía propia, un paisaje que lo acompaña como un lazarillo a su amo. Y en esa presencia actual hay que degustar las aguas como un sorbo de caldo, respirándolo por la boca hasta las fosas de nuestras vidas. * Ilustración, pintura de Turner, siglo XVIII.
Cada tiempo aporta sus sonidos y hace que los lugares, los mismos, sean distintos. Ya lo dijo Heráclito y, en otro sentido distinto pero que aquí viene al caso, Neruda: Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos...
ResponderEliminarGran prosa, amigo.
De pequeño, mi madre me decía que traía tan frescas las pescadillas, que al freirlas, se mordían la cola. Con los años descubrí que ese uroboro, que hoy traes hasta aquí, tiene una poética y una tradición oral y simbólica que supera lo imaginable. También en Sanlúcar, cuenta con su templo en Las Covachas. Aunque no sé si forma parte del surrealismo de ese palabro, que en mi memoria nunca lo asocié a las acedías, que es un pez plano, parecido al lenguado, aunque más pequeño.
ResponderEliminarFeliz xantar.
Muchas gracias por vuestros comentarios y por vuestro seguimiento. Un saludo afectuoso. Gracias.
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