sábado, 12 de junio de 2010

Llego a Roma y recuerdo las palabras de Juan Ramón Jiménez: “está el cielo tan bello que parece la tierra”. Traigo estas palabras delante de una plaza que nos ofrece el acomodo del viajero en la monumentalidad. Roma es la vastedad de la tierra ensimismada y nada más llegar, con tal sólo deambular y levantar la mirada, advierte uno una historia subyacente que lo atrapa y derrite. Es la eternidad de la palabra edificada frente a la lábil y momentánea presencia del bárbaro de marras.
Porque uno se siente bárbaro en Roma y en Florencia y en Venecia, como adentrado en un paisaje que acumula el sueño de la humanidad. Estas ciudades ofrecen, como las grandes obras literarias y filosóficas y pictóricas y musicales, la presencia de la humanidad, -toda, profunda, desconocida, proteica, indescifrable, desmesurada, ilógica-, en el espacio de un solo hombre. Cuando eso ocurre, la obra artística ha traspasado la condición del tiempo y el espacio.
Comienza en ella, sin embargo, un abismo que sólo se encaja en la horizontalidad. Una disposición horizontal que jamás un solo hombre, demasiado preocupado en sus verticales ejercicios egocéntricos, podrá discernir entre sus huellas en la sombra.


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En ocasiones, los fines de semana, agarras un libro de poemas y te vas al parque, a leer socorrido por el silencio de la tierra y el trino de los árboles. Vas al parque que está cerca de tu casa. Pasado unos minutos, leídos unos poemas, vuelves a caminar sobre tus pasos perdidos. Lo haces recordando algún verso, convertido, revisitado, llevando a la boca la sonoridad de las palabras que han hecho que te levantes temprano, que vayas al parque y que leas poseía.
Cuando la mañana ha penetrado el día, compras algunos periódicos sobre todo para leer los suplementos culturales. Sobre todo para leer las críticas literarias y para confirmar cómo la literatura ha terminado abigarrada a la mercadería y al palabrerío desmedido. Los lees, sin embargo, a pesar de conocer su sustancia, con la motivación de una ola sobre un acantilado. Tomas café para acompañar la lectura.
Te gusta comerte alguna fruta a media mañana y escuchar algunas lecciones de italiano o de inglés al tiempo que sacas, de las baldas vencidas, un libro de Perec, de Mann o de Herrera. Ya suena Corelli, el último cedé que adquiriste ayer por la tarde. Los dejas sin cobijo en la mesa, abandonados, mientras recuerdas, de nuevo, los versos de la mañana. El cielo comienza a adquirir el tono grisáceo de los infortunios. De la misma forma, recuerdas las palabras de un señor que dice que sabe mucho de literatura que elogian las páginas de un diarista y te quedas perplejo cuando te detienes a analizar los argumentos que ofrece para ello.
En ese instante, para huir de esa desvergüenza, recuerdas a Cervantes y a Homero y recurres a El Quijote y a La Odisea. Y por la gracia de los astros vuelves a entender, a intuir, qué es la literatura y qué es la vida.

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Sé que viví un tiempo de prestado. ¿Cuánto? Quizás todo. ¿Dónde? En el color de los olivos. ¿Con quién? Con el deseo consumado. ¿Para qué? Ando escribiendo la respuesta que jamás finalizaré como jamás un espejo conocerá el reflejo del rostro que ofrece con su presencia, como jamás un océano comprenderá el rumor que lo atraviesa.

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