R.W. Emerson solía leer los Diálogos, de Platón, metido en la cama y arropado por unas mantas que le llegaban hasta la barbilla. Cuando abandonaba las obras platónicas, atendía a los Pensamientos, de Pascal, texto que tenía clasificado como sagrado, entre otros tantos títulos. Sin embargo, no quiero centrarme en el canon que el propio Emerson quiso establecer, sino al criterio que vertebra esa selección. Emerson decía: “esos textos son la expresión sublime de la conciencia universal y que tienen que ver más con nuestras ocupaciones diarias que el almanaque del año o el periódico de hoy”.
Estas palabras luminosas del filósofo celebrado por Borges, ilustran, tajantemente, la importancia de la literatura más allá de cualquier anclaje temporal. Habla de conciencia, ocupaciones universales, aquellas que no nos abandonan como seres humanos y deja a un lado la manía de entender que una obra literaria tiene que mencionar los elementos más próximos para ser actual y verdadera.
Viene estas palabras al caso que me tiene distraído estos días y que me ha hecho escribir algunos textos en este diario, a saber, ¿es posible crear una obra de arte con los mimbres de la actualidad pero con la virtud de la atemporalidad? La respuesta a esta pregunta lleva percutiendo demasiado tiempo en mi mollera porque cada vez que muestro atención por una pintura o una obra musical o un poema de esos autores que frecuento, hallo un equilibrio entre todos estos elementos que esconden, precisamente, cualquier enseñanza preclara.
Quiero decir que la idea de la realidad mágica que nutrió al Renacimiento, la disposición y el estudio matemático y científico de la obra, frente a la consideración de una sustancia suprasensible, es la que más mejor se adecua a todas estas pesquisas estéticas. Y claro, la música, por encima de todas las disciplinas, es la que desmonta toda la aritmética.
Estas palabras luminosas del filósofo celebrado por Borges, ilustran, tajantemente, la importancia de la literatura más allá de cualquier anclaje temporal. Habla de conciencia, ocupaciones universales, aquellas que no nos abandonan como seres humanos y deja a un lado la manía de entender que una obra literaria tiene que mencionar los elementos más próximos para ser actual y verdadera.
Viene estas palabras al caso que me tiene distraído estos días y que me ha hecho escribir algunos textos en este diario, a saber, ¿es posible crear una obra de arte con los mimbres de la actualidad pero con la virtud de la atemporalidad? La respuesta a esta pregunta lleva percutiendo demasiado tiempo en mi mollera porque cada vez que muestro atención por una pintura o una obra musical o un poema de esos autores que frecuento, hallo un equilibrio entre todos estos elementos que esconden, precisamente, cualquier enseñanza preclara.
Quiero decir que la idea de la realidad mágica que nutrió al Renacimiento, la disposición y el estudio matemático y científico de la obra, frente a la consideración de una sustancia suprasensible, es la que más mejor se adecua a todas estas pesquisas estéticas. Y claro, la música, por encima de todas las disciplinas, es la que desmonta toda la aritmética.
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Con el poeta turco Y. Êtneciv tiene uno la sensación de estar leyendo a un Borges camuflado en otro nombre, porque todos los versos que escribió siempre remiten a una realidad que nos circunda y acaso nos somete sin que tengamos conciencia de ello. Versos como caídos del alma, que delatan la identidad enmascarada que toda persona ejerce en el fondo: “Cuando te abandones, siendo, te habrás creado”.
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Siempre llevo conmigo una libreta pequeña, encuadernada en piel, que me regaló M. En ella, anoto, de vez en cuando, algunas palabras e ideas que surgen al albur de unas palabras ajenas, una situación absurda o tras la lectura de algún pasaje memorable. Sin embargo, encuentro una anotación del diez de junio de este año a la que no soy capaz de otorgar continuidad: “Triste vida la inmanente”. Misteriosas palabras de alguien que fui.
"¿... con la actualidad pero con la virtud de la atemporalidad?" Esa es, en mi opinión, una de las claves de la mejor literatura: conjugar o conjurar lo diacrónico con lo sincrónico. Dante lo hace de maravilla. ¿Cuánto no hay de vendetta personal en su Infierno y no deja de ser por eso una obra inmortal?
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