Cuando alguien decide comenzar a escribir su vida o sus lecturas o las vidas imaginarias que brotan de su imaginación o los episodios históricos como pudieran haber sido o a anotar, con cuidadosa dedicación, tal o cual suceso que sucede a diario en su vida o, simplemente, enfrentarse a la edificación de un discurso que otorgue satisfacción y profundidad, no tiene conciencia del alcance que posee dicha decisión.
Escribir es un ejercicio que comienza en la epidermis y que termina convirtiéndose en la sístole y diástole de las tardes en que uno se conjura a favor de las letras. Y ellas lo recogen todo, hasta esas palabras desvaídas que nunca aparecen en un diálogo con un compañero. Y nos hace ser más plenos, más extensos y, por tanos, más desconocidos para nosotros mismos.
Escribir es un ejercicio que comienza en la epidermis y que termina convirtiéndose en la sístole y diástole de las tardes en que uno se conjura a favor de las letras. Y ellas lo recogen todo, hasta esas palabras desvaídas que nunca aparecen en un diálogo con un compañero. Y nos hace ser más plenos, más extensos y, por tanos, más desconocidos para nosotros mismos.
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Leía, en el diario italiano de un amigo, una confesión que apuntaba al síndrome de la agrafía. Por
unos momentos me quedé perplejo, porque él siempre estaba escandiendo versos y sometiendo al oído a los enjuagues del endecasílabo; y siempre manteníamos, en un autobús que nos devolvía a nuestras casas, encendidas interpretaciones sobre Neruda o Huidobro o la literatura en general. No termino de creer que haya abandonado el ejercicio de la escritura, lo que sí observo, en algunos amigos que escriben es que, en ocasiones, nos ocupa un tiempo de sinrazón y de falta de esperanzas con los que la escritura se vuelve un infinito meditar sin dirección. A pesar de ello, considero que uno debe seguir escribiendo y estableciendo hábitos y terrenos o trópicos en los que deslizar sus letras. Ahora bien, tiene toda la razón en una cosa, uno debe saber reconocerse incapaz antes de tiempo. Por eso existen escritores con la vanidad y la soberbia encrespada en el absurdo.
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Siempre sucede con la calorina. Y vuelven a los estantes más cercanos y a la mesa en la que deposito las lecturas del momento. Con la calorina. Aún no he encontrado ninguna clave para entender por qué releo Ilíada y Odisea en verano. No tendré más remedio que enredarme entre escudos y enumeraciones que me devuelvan, primero la cadencia de la sangre sometida a la voluntad de los dioses; luego, el viaje sollozando, porque la Odisea es el espejo que habitaba en Borges y en que el trato de encontrarme y donde resuenan los versos de Virgilio.
Conozco a alguien que dice haberte visto leer la Ilíada ¿por primera vez? en un lejano verano en La Rábida... Por cierto, yo también tengo un amigo que dice que es ágrafo, y tampoco me lo creo del todo.
ResponderEliminarJules Asimov