Para un filósofo, que intenta crear un sistema cerrado de pensamiento y explicación, la realidad es inexplicable. Le interesa, más que vivirla, explicarla, dejarla adecuadamente expuesta a la razón. Tanto le vale un desplazamiento a un país lejano que un viaje al sillón de su cuarto. Su realidad está velada en el raciocinio y, en él, la memoria es el presente que percute.
Todas las costuras que hilvana el filósofo en la realidad pueden valerle al escritor para montar sus palabras sin demasiados atropellos, con más acomodo, con más tino. Sin embargo, para un escritor, la realidad es el lugar de sus apariciones, la topografía en la que se proyecta, como en un sueño, para construir y deshacer lo que le venga en gana. No puede ser grande más que para su palabra, no puede ser compleja más que para su construcción. Hay una encarnadura más fresca de la realidad en la literatura y cuando un escritor consigue hacinarla con todos sus contradicciones y desmanes, sus apriorismos y carencias, devuelve el recuerdo de la ya vivido en una reluciente perorata perenne.
Todas las costuras que hilvana el filósofo en la realidad pueden valerle al escritor para montar sus palabras sin demasiados atropellos, con más acomodo, con más tino. Sin embargo, para un escritor, la realidad es el lugar de sus apariciones, la topografía en la que se proyecta, como en un sueño, para construir y deshacer lo que le venga en gana. No puede ser grande más que para su palabra, no puede ser compleja más que para su construcción. Hay una encarnadura más fresca de la realidad en la literatura y cuando un escritor consigue hacinarla con todos sus contradicciones y desmanes, sus apriorismos y carencias, devuelve el recuerdo de la ya vivido en una reluciente perorata perenne.
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